lunes, 8 de agosto de 2016

ISLAMISTAS E IMANES RADICALES TOMAN EL CONTROL DE FRANCIA CON LA COMPLICIDAD DEL GOBIERNO DE FRANÇOIS HOLLANDE


El Ejército francés está al límite de su capacidad de maniobra: ya patrulla las calles de Francia y está desplegado en África y Oriente Medio.



Guy Millière.- Los sucesivos gobiernos han construido una trampa; los franceses, encerrados en ella, sólo piensan en cómo escapar. Pero la situación es más grave de lo que muchos imaginan. Hay zonas enteras de Francia controladas por bandas e imanes radicales.

Niza, 14 de julio de 2016: Día de la Bastilla. Las celebraciones de la noche tocaban a su fin. Cuando la multitud que había contemplado los fuegos artificiales comenzaba a dispersarse, el conductor de un camión de 19 toneladas que circulaba en zigzag atropelló a todo el que se encontró por el camino. Diez minutos y 84 muertos después, el conductor fue abatido a tiros. Decenas de personas resultaron heridas; muchas quedaron lisiadas de por vida. Los aturdidos supervivientes vagaron por las calles de la ciudad durante horas.

Los presentadores de los informativos de la televisión francesa dijeron enseguida que lo ocurrido había sido sin duda un “accidente” o, cuando las autoridades francesas empezaron a hablar de terrorismo, que el conductor podía ser simplemente un trastornado. Cuando la policía reveló el nombre y la identidad del asesino, y que había padecido depresión anteriormente, sugirieron que había actuado en un momento de “suma ansiedad”. Encontraron a testigos que declararon que no era un “musulmán devoto”, puede que ni siquiera musulmán.

El presidente, François Hollande, habló al cabo de unas horas y afirmó su determinación de “proteger a la población”.

El primer ministro, Manuel Valls, reiteró lo que ya había dicho 18 meses antes: “Francia está en guerra”, y denominó a un enemigo: el “islamismo radical”, pero se apresuró a añadir que el “islamismo radical” no tiene “nada que ver con el islam”. Después, repitió lo que había recalcado muchas otras veces: los franceses tendrán que acostumbrarse a vivir con “la violencia y los atentados”.

La reacción pública demostró que Valls no había convencido a casi nadie. Los franceses están cada vez más hartos de que se intente exonerar al islam. Saben perfectamente que no todos los musulmanes son culpables. Pero saben también que todos los que han atentado en Francia en los últimos años eran musulmanes. No se sienten protegidos por François Hollande. Ven que Francia está siendo atacada cada vez con mayor intensidad y que el islam radical ha declarado la guerra, pero no quieren que Francia responda declarando otra guerra. No tienen ninguna gana de acostumbrarse a “la violencia y los atentados”. No quieren estar en el bando perdedor y sienten que estamos perdiendo.

Como el Frente Nacional emplea un lenguaje cada vez más contundente, mucha parte de la población vota a sus candidatos. La líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, ganará sin duda la primera vuelta en las elecciones presidenciales del año que viene. Probablemente no acabará siendo elegida, pero si las cosas no cambian rápida y claramente, tendrá bastantes posibilidades la próxima vez.


Los políticos moderados leen las encuestas de opinión, endurecen su retórica, y recomiendan políticas más severas. Algunos exigen medidas más duras, como la expulsión de los terroristas detenidos que tienen la doble nacionalidad y la detención de quienes ensalcen los atentados. Algunos han pedido incluso que se aplique la ley marcial.

La calma volverá poco a poco, pero es obvio que la situación en Francia se está acercando a su punto de ebullición.

Los últimos atentados aceleraron las cosas. Hace cuatro años, cuando Mohamed Merah asesinó a varios soldados y judíos en Toulouse, la población no reaccionó. La mayoría de los franceses no se sentían directamente concernidos; los soldados eran simplemente soldados y los judíos eran simplemente judíos. Cuando, en enero de 2015, los dibujantes de Charlie Hebdo fueron asesinados, el país se sumió en una reacción emocional que se desvaneció rápidamente. Se convocó una gran manifestación en defensa de la “libertad de expresión” y los “valores de la república”. Cientos de miles de personas coreaban: “Je suis Charlie” (“Yo también soy Charlie”).

Los que intentaron hablar de yihad fueron enseguida acallados. Ni siquiera la matanza de la Sala Bataclan, un año después, en noviembre, provocó protestas, pero hubo una profunda conmoción. Los principales medios de comunicación y el Gobierno ya no podían ocultar que se trataba un acto de yihadismo. El número de muertos era demasiado abrumador; no se podía pasar página sin más. Los principales medios y el Gobierno hicieron todo lo posible por minimizar la rabia y la frustración y hacer hincapié en la tristeza. Hubo ceremonias solemnes con flores y velas en todas partes. Se declaró el “estado de emergencia” y se envió al ejército a las calles.

Pero después se disipó la sensación de peligro. La Eurocopa de 2016 se organizaba en Francia, y los buenos resultados de la selección francesa crearon una falsa percepción de unidad.

El atentado de Niza fue una nueva llamada de alerta. Recordó brutalmente a todo el mundo que el peligro sigue ahí, y que las medidas tomadas por las autoridades fueron gestos fútiles. Volvió el recuerdo de los anteriores asesinatos.

Los intentos de ocultar que Mohamed Lahuaiej-Buhlel, el terrorista de Niza, era yihadista, no engañaron a nadie. Lo que hicieron fue generar más frustración, y más deseos de que se emprendieran acciones eficaces.

Pocos días antes del atentado de Niza, los medios reportaron que el informe de una comisión de investigación del Parlamento sobre el atentado de la Sala Bataclan revelaba que las víctimas habían sido despiadadamente torturadas y mutiladas, y que el Gobierno había intentado ocultarlo. Toda la opinión pública pudo entonces descubrir el alcance del terror, lo que echaba más leña al fuego.

Francia parece ahora al borde de un periodo revolucionario; no haría falta demasiado para que estallara. Pero la situación es más grave de lo que muchos imaginan.

Hay zonas enteras de Francia controladas por bandas e imanes radicales. El Gobierno las llama delicadamente “zonas urbanas conflictivas”. En otras partes se las llama sin rodeos “zonas de exclusión”. Hay más de 570.

Cientos de miles de musulmanes jóvenes viven en ellas. Muchos son maleantes, traficantes o ladrones. Muchos están impregnados de un odio muy arraigado hacia Francia y Occidente. Los reclutadores de las organizaciones yihadistas les dicen –directamente o a través de las redes sociales– que si matan en nombre de Alá, alcanzarán el estatus de mártires. Hay cientos que están preparados. Son granadas sin espoleta que pueden explotar en cualquier parte y en cualquier momento.

Aunque la posesión, transporte y venta de armas están estrictamente regulados en Francia, las armas de guerra circulan ampliamente. Y, por supuesto, el atentado de Niza ha demostrado una vez más que un arma de fuego no sirve exclusivamente para perpetrar asesinatos masivos.

Hay 20.000 personas listadas en los “ficheros S” del Gobierno, un sistema de alertas para identificar a los individuos vinculados con el islam radical. La mayoría no están vigilados. El asesino de Toulouse, Mohamed Merah, los asesinos de los dibujantes de Charlie Hebdo y muchos de los terroristas que atacaron la Sala Bataclan estaban en los ficheros S. Mohamed Lahuaiej-Buhlel, el terrorista que atentó en Niza, no lo estaba.

El jefe de los servicios de inteligencia franceses dijo hace poco que habrá más ataques y que muchos asesinos en potencia se mueven libremente y sin ser detectados.

Hacer lo que hoy está haciendo el Gobierno francés no mejorará las cosas. Al contrario. Francia está a merced de otro atentado que prenderá fuego al polvorín.

Hacer algo más empeorará la situación antes de que pueda mejorar. Recuperar el control de muchas zonas requeriría movilizar al ejército, y sin duda los izquierdistas y anarquistas contribuirían al caos con más caos.

Encarcelar a cualquiera que se pueda encarcelar alegando motivos de seguridad pública implicaría más ley marcial; significaría la suspensión de las libertades democráticas y, con todo, sería una tarea imposible. Las cárceles francesas ya están llenas. La policía es inferior en número y muestra síntomas de agotamiento. El ejército francés está al límite de su capacidad para actuar: ya patrulla las calles de Francia, y está desplegado en África y Oriente Medio.
Los sucesivos gobiernos han construido una trampa; los franceses, encerrados en ella, sólo piensan en cómo escapar.

El presidente, François Hollande, y el primer ministro, Manuel Valls, soportan toda la culpa. Durante años, muchos en Francia apoyaron cualquier movimiento que denunciara el “racismo islamófobo”. Aprobaron leyes que definían la crítica al islam como “delito de odio”. Recurrieron cada vez más al voto musulmán para ganar las elecciones. El think tank de izquierdas más importante de Francia, Terra Nova, considerado próximo al Partido Socialista, publicó varios informes que explicaban que la única manera de que la izquierda ganase elecciones era atraerse el voto de los inmigrantes musulmanes y sumar más musulmanes a la población de Francia.

La derecha moderada también tiene culpa. El presidente Charles de Gaulle estableció la “política árabe” de Francia, un sistema de alianzas con algunas de las peores dictaduras del mundo árabe-musulmán, creyendo que este sistema le permitiría a Francia recuperar su poder perdido. El presidente Jacques Chirac siguió los pasos de De Gaulle. El presidente Nicolas Sarkozy ayudó a derrocar el régimen de Gadafi en Libia y fue en gran medida responsable del subsiguiente caos.

La trampa mostró su efecto letal hace una década. En 2005, se produjeron revueltas en toda Francia que demostraron que la incomodidad de los musulmanes podía llevar a Francia al borde de la destrucción. Las llamas se extinguieron gracias a las llamadas a la calma de las organizaciones musulmanas. Desde entonces, Francia ha estado a merced de más revueltas.

Se optó por el apaciguamiento. Eso no hizo que la descomposición dejara de ganar terreno.

François Hollande tomó muchas decisiones precipitadas que pusieron a Francia en el centro de la diana. Al ver que los intereses estratégicos de Francia estaban amenazados, lanzó operaciones militares contra grupos terroristas en la África subsahariana. Al comprender que los musulmanes franceses iban a entrenarse y a librar la yihad en Siria, decidió desplegar al ejército militar en acciones contra el Estado Islámico.

No previó que los grupos islamistas y el Estado Islámico devolverían el golpe y atacarían en Francia. No percibió hasta qué punto era Francia vulnerable; cómo estaba siendo socavada desde dentro.

Los resultados iluminan totalmente un panorama escalofriante. Los islamistas ven ese panorama, y no les disgusta la visión.

En sus páginas web suele aparecer una cita de Obama bin Laden: “Cuando la gente ve un caballo fuerte y otro débil, se pone instintivamente de parte del caballo fuerte”.

Parecen pensar que Francia es un caballo débil y que el islam radical puede poner a Francia de rodillas sobre una pila de polvo y escombros. El tiempo –parecen creer– también está de su parte, al igual que la demografía. Los musulmanes representan ahora el 10 % de la población francesa; el 25 % de los adolescentes de Francia son musulmanes.

El número de musulmanes franceses que quieren que se aplique la ley de la sharia en Francia crece cada año, y también la cifra de musulmanes franceses que aprueban el yihadismo. Cada vez más ciudadanos franceses desprecian el islam, pero tienen pánico. Incluso los políticos que parecen dispuestos a luchar no se enfrentan al islam.

Los islamistas parecen creer que ningún político francés podrá superar lo que parece cada vez más una tormenta perfecta árabe. Parecen tener la impresión de que Occidente ya ha sido derrotado y que nadie tiene lo que hay que tener para prevalecer. ¿Se equivocan?