martes, 14 de junio de 2016

R.P. TRINCADO - SERMÓN DEL IV DOMINGO DE PENTECOSTÉS







“Los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria futura que ha de manifestarse en nosotros”.

El sufrimiento es una gran piedra de tropiezo, especialmente para el hombre moderno, apóstata o ateo. El hombre moderno trata de evitar siempre todo sufrimiento. Busca vivir lleno de placeres, como si esta corta vida fuera la verdadera y definitiva vida. Ve el sufrimiento como algo inútil, sin sentido. Pero es ley inexorable que el que no sabe sufrir en esta vida, sufra eternamente en la otra.

Es necesario que suframos con Cristo para que también seamos felices con Él. Dice Santo Tomás de Aquino (Coment. a Rom.) que alguien podría pensar que esa gloria futura resulta demasiado costosa, por no poderse alcanzar sino a costa de muchos y grandes sufrimientos. Pero el mismo San Pablo, cuando escribe, soporta muchos sufrimientos, y él mismo fue un vidente de la gloria futura: fue arrebatado al Paraíso, vio el Cielo, vio a Dios. Y así dice, por experiencia, que los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros. No hay ninguna proporción entre lo que se puede llegar a sufrir acá y lo que se gozará allá.

SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT HABLA DE CUATRO MOTIVOS PARA  SUFRIR COMO SE DEBE ("Carta a los Amigos de la Cruz", extracto):

1º La mirada de Dios: Dios, como un gran rey en lo alto de una torre, mira en el combate a su soldado, complacido y alabando su valor. ¿Qué mira Dios sobre la tierra? ¿Las cosas que los hombres consideran más grandes? Lo que es más estimable a los ojos de los hombres es abominable ante Dios (Lc 16,15). ¿Qué es, pues, lo que mira con gozo? Dios mira al hombre que lucha por Él contra la fortuna, el mundo, el infierno, y contra sí mismo, al hombre que lleva con alegría su cruz.

2º La mano de Dios: En segundo lugar, considerad la mano de este Señor poderoso, que permite todo el mal que nos sobreviene, desde el mayor hasta el menor. La misma mano que aniquiló un ejército de cien mil hombres es la que hace caer la hoja del árbol o el cabello de vuestra cabeza. La mano que hirió tan duramente a Job es la misma que os roza suavemente con esa pequeña contrariedad. Considerad que Dios, con una mano infinitamente poderosa y prudente os sostiene, mientras os hiere con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica; humilla y enaltece. Con sus dos brazos abarca por completo vuestra vida suave y fuertemente: suavemente, sin permitir que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas; fuertemente, pues os ayuda con una gracia poderosa, que corresponde a la fuerza y duración de la tentación y de la aflicción.

3º Las llagas y los dolores de Jesús crucificado: En tercer lugar, mirad las llagas y los dolores de Jesús crucificado. Él mismo os dice: «¡Vosotros, los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he pasado, mirad, fijaos! (Lam 1,12). Mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros desprecios, dolores y abandonos, son comparables con los míos. Miradme, a mí que soy inocente, y quejaos vosotros, que sois los culpables». Cuando os veáis atacados por la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y las otras cruces, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado, que será para vosotros escudo, coraza, casco y espada de doble filo. En él hallaréis la solución de todas las dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.

4º Arriba, el cielo; abajo, el infiernoEn cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os espera, si lleváis bien vuestra cruz. Contemplemos sobre nuestra cabeza a los ángeles que nos gritan: «Guardaos de perder la corona señalada con la cruz que se os ha dado, si la lleváis bien. Pues si no la lleváis como se debe, otro la llevará como conviene y os arrebatará el premio. Combatid valientemente, sufriendo con paciencia, nos dicen todos los santos, y recibiréis un reino eterno». Escuchemos, en fin, a Jesucristo, que nos dice: «no daré yo mi premio sino a quien haya sufrido y vencido por su paciencia» (Ap 2,7…). Contemplemos abajo el lugar que hemos merecido, y que nos espera en el infierno con el mal ladrón y los condenados, si como ellos sufrimos con protesta, despecho y venganza. La última gran prueba en la vida de ambos ladrones, fue la del sufrimiento. Uno, por saber sufrir, reconoció a su Dios y se salvó; otro, por no saber sufrir, se condenó. Y Cristo, sufriendo entre esos dos, nos redimió. El buen ladrón asumía sus padecimientos como algo justo, algo merecido por sus pecados. El mal ladrón se rebelaba ante la justicia. Uno moría en la obediencia e iba al cielo; el otro moría en la rebeldía e iba al infierno. Exclamemos con San Agustín: quema, Señor, corta, poda, divide en esta vida, castigando mis pecados, con tal que me los perdones en la eternidad.