lunes, 16 de mayo de 2016

EL SANTO CURA DE ARS: SACERDOTE CALUMNIADO Y PERSEGUIDO





Los sufrimientos más dolorosos que padece el hombre son los sufrimientos morales. Algunos individuos perversos, ajenos a la parroquia del Santo Cura de Ars, y algunos otros jóvenes del pueblo, enfadados por la guerra que dio el Santo Cura contra los bailes y contra la bebida, la emprendieron contra el párroco e intentaron hacerle la vida imposible. Tuvieron la audacia de atribuir su palidez y su flaqueza, no a su cansancio y a lo poco que comía, sino a una vida ocul­tamente licenciosa; mezclaron el nombre de Vianney en sus canciones picarescas; le escribieron cartas anónimas repletas de infames injurias; fijaron cartelones del mismo tono en la puerta de la casa parroquial, y durante las noches hubo pintadas y serenatas de ruido con cencerros al pie de su ventana.
Parecía que ninguna humillación o sufrimiento moral que pudiera sufrirse en esta tierra había de serle perdonado. En el año 1823 fue restablecida la diócesis de Belley y, en consecuencia, Ars dejó de pertenecer al Arzobispado de Lyon. Monseñor Devie, su nuevo Obispo, no lo conocía. Comenzaron a llegar cartas anónimas a manos del Prelado, quien creyó un deber enviar al cura de Trevoux, deán del Señor Cura Vianney, para que hiciese una información sobre su conducta. Se ignora de qué manera se hizo, pero lo cierto es que las imputaciones calumniosas quedaron reducidas a la nada.
Estos hechos puede que fueran una de las razones por las que el Cura de Ars decía al final de su vida: “Si al llegar a Ars hubiese sabido lo que allí había de sufrir, me hubiera muerto del susto". Y así fue. Desde que llegó a Ars, el Reverendo Vianney pasó momentos de verdadera agonía. Llegó a estar tan cansado de los falsos rumores que algunos se atrevieron a propalar sobre su fama, que quiso dejar la parroquia, y lo hubiera hecho si una persona de su intimidad no lo hubiese convencido de que su partida equivalía a una tácita confirmación de las calumnias, según recuerda un testigo de su vida.
Estas pruebas las veía con una visión sobrenatural como una gracia: “Las pruebas, para los que Dios ama, no son castigos, son gracias. ¿Qué son veinte o treinta años comparados con la eternidad? ¿Tanto tenemos que sufrir? Algunas humillaciones, algunos escalofríos, palabras molestas: eso no mata. ¡Qué bien sienta morir cuando se ha vivido en la cruz! Deberíamos correr tras la cruz como el avaro corre tras el dinero. La cruz es el don que Dios ha dado a sus amigos. Nunca hay que mirar de dónde vienen las cruces: vienen de Dios. Es Dios quien nos da este medio para demostrarle nuestro amor”.


Las almas santas convierten en suavidad todas las amarguras”, decía el Santo Cura. Y con­taba un testigo de su vida: “Sé que el Reverendo Vianney no solamente soporta con paciencia tan indignos tratos, sino que además encuentra en el sufrir un gozo sobrenatural. Más tarde llama­ba a esta época «el mejor tiempo de su existencia». El hubiera deseado que el señor Obispo, convencido de su culpabilidad, lo hubiera alejado de su parroquia para darle tiempo de llorar en el retiro «su pobre vida». En el mes de febrero de 1843 San Juan María Vianney contaba a algu­nas personas atónitas estas confidencias: “Pensaba que vendría un tiempo en que me echarían de Ars a palos, o que el señor Obispo me quitaría las licencias, o que acabaría mis días en una cár­cel... Veo que no merezco estas gracias”. Y después de saber que iba a continuar en la parro­quia, acostumbraba decir gustosamente: “Me dejan aquí como un perrito en el lazo. ¡Me cono­cen demasiado!
Aprovechaba todo para amar, para sufrir amando. No guardó ningún rencor hacia esas per­sonas que lo maltrataron. A una de esas familias que le había hecho daño la ayudó cuando tuvo un revés económico. Uno de los chicos que lo difamó, acabó ingresando en un manicomio: nunca hizo mención de ello, y trató de serle útil hasta el final: “Si hubiera podido colmarlos de bienes lo hubiera hecho gustoso”, decía.
A pesar de su gran fe en la Providencia, la vista de lo que él llamaba “su profunda miseria” y las obligaciones de su cargo, le inspiraban un gran temor de los juicios divinos. Llegó al punto de sentir como tentaciones de desesperación: “¡Dios mío! —exclamaba entre gemidos—, haced que sufra, cuanto quieras, pero concédeme la gracia de que no caiga en el infierno”. Y pasaba del temor a la esperanza, y de la esperanza al temor. Se vio en aquellas terribles situaciones de espíritu “en que el alma no recibe consolación ni de las cosas de la tierra, a las que no tiene apego, ni de las cosas del cielo, donde no vive todavía, esas horas de cruz, en las que se cree abandonada de Dios totalmente y para siempre. Era entonces, sobre todo, cuando deseaba huir e irse a cualquier soledad “a llorar su pobre vida”.
Es verdad que la cruz que llevaba era muy dura. Pero después que comenzó a amarla, ¡qué ligera le pareció!: “Sufrir amando, decía, no es sufrir. Huir de la cruz, por el contrario, es que­rer ser aplastado... Hemos de pedir el amor a las cruces, entonces es cuando son dulces. Yo lo he probado durante cuatro o cinco años; he sido muy calumniado y objeto de contradicción. ¡Ah! Llevaba cruces, tal vez más de las que podía. Entonces pedí el amor a la cruz y fui dicho­so; ahora me digo: verdaderamente no hay felicidad sino en eso”.
Le gustaba hacer favores: o, por lo menos, los hacía siempre, por duros que resultasen, y con alegría. El Reverendo Julián Ducreux, antiguo superior del Seminario Menor de San Juan en Lyon y cura, desde 1808, de Mizerieux, Toussieux, Sainte-Euphémie y Saint-Didier-de-Formans, estaba agotado de cansancio. Según parece, el Santo Cura de Ars tenía especial amistad con el buen anciano, su vecino. Tal vez el Padre Ducreux había sido amigo del muy querido y llorado Padre Balley. Sea de ello lo que fuere, consta por los registros de Miserieux que, desde abril hasta mayo de 1820, el Cura de Ars recorrió muchas veces los tres kilómetros que separan los dos pequeños centros parroquiales para bautizar, casar o enterrar a los feligreses del Padre Ducreux. Fue allí para un entierro un día que hacía un frío terrible. “Al regresar, parecía que estaba hela­do”, comentó. Otra vez, después de haber ejercido su ministerio en semejantes circunstancias, se metió de noche por unos caminos llenos de agua y de lodo. Llegó a Ars en un estado que daba compasión, pero no se quejó; por el contrario, daba muestras de contento. Eso era sufrir aman­do a los amigos, amar a los amigos sufriendo.
En el mes de mayo de 1885, una mujer acudió a Ars desde un lugar lejano, con la esperanza de quedar curada de su enfermedad, ya que no lo había logrado con una novena. Y le dijo al coad­jutor del Santo que le preguntara si podría quedar sanada. He aquí la respuesta que recibió la enferma: “Esta persona es piadosa; la cruz está muy en su sitio. Será para esta señora la esca­lera que la conducirá al cielo”, Mas tarde, su prima Margarita Humbert acudió a verlo desde Ecully porque una nieta suya se encontraba muy enferma: “Es un fruto maduro para el cielo”, le respondió el Santo sin titubear. “En cuanto a ti, prima mía, necesitas algunas cruces para pen­sar en Dios”.
Había momentos de su vida en que padecía tremendos dolores pero, aun así, su carácter per­manecía siempre alegre y no parecía que estuviese sufriendo. Decía en una ocasión el señor Des Garets: “Un día en que fue a nuestra casa para bendecir unas edificaciones, sufría espantosa­mente. Le pregunté si quería tomar algo, y me contestó sonriendo: «¡Ah, señor; sería cosa muy enojosa si siempre que uno sufre hubiese de tomar algo!»”.
El canónigo Alejo Tailhades, de Montpellier, que permaneció viviendo con el Cura de Ars durante el verano de 1839, comentaba que los pies del Santo Cura estaban tan destrozados que los talones de éstos se quedaban pegados a las medias cada vez que se quitaba los zapatos por las noches. También intentaron ponerle en el asiento de su confesionario una almohadilla llena de paja para que él se sintiera más cómodo, pero siempre la rechazaba.
Un día el Cura de Ars encargó al herrero del pueblo, Juan Picard, una cadena de hierro, de cuatro o cinco centímetros de ancho y lo bastante larga como para ceñirla al cuerpo. Comentaba más tarde el herrero: “Nunca me hubiera imaginado que la destinase a tales usos. Pensé que se trataba del reloj o del campanario, entonces en reparación. Pero un día de Pascua, el señor Cura se sintió mal en la iglesia y ayudé a trasladarlo a su casa. Al desnudarlo para meterlo en la cama vi mi cadena alrededor de su cintura”.
Sin la muerte de Nuestro Señor, todos los hombres del mundo no podrían reparar ni la más pequeña mentira. La señal de la Cruz es temible para el demonio, porque por ella nos escapa­mos de él. Es necesario hacer la señal de la Cruz con un gran respeto. Se comienza signando la frente: es la cabeza, la creación, Dios Padre; luego el corazón: el amor, la vida, la redención, Dios Hijo; y por último los hombros: la fuerza, el Espíritu Santo. Todo nos recuerda a la Cruz. Nosotros mismos hemos sido hechos en forma de cruz”.

José Pedro Manglano, “Orar con el cura de Ars ”.