viernes, 25 de marzo de 2016

SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS. PRIMERA PALABRA DE CRISTO EN LA CRUZ





Por Mons. Dr. Paul W. von Keppler



«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.»
Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt.
(Luc. 23, 34.)

La imagen lastimera del Salvador crucificado, en la que fijan hoy su mirada todos fieles, fuéle mostrada en vaticinio al profeta Isaías, con toda claridad. Una circunstancia, entre todas, causóle profundísima im­presión: el silencio maravilloso de este divino Paciente, en medio de tan terribles tormentos y de tan horrenda injusticia. Este silencio llena de sagrado asombro al profeta, que maravillado exclama: «Ofrecióse al sacri­ficio voluntariamente, y no abrió su boca; será conducido al matadero, como la oveja, y, como cordero delante del que lo trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca»—Oblatus est quia ipse voluit, et non aperuit os suum; sicut ovis ad occisionem ducetur, et quasi agnus coram tondente se obmutescet, et non aperiet os suum (Is. 53, 7).

De este silencio del Salvador maravillóse también Pilato (Matth. 27, 14), y se maravillan asimismo todas las almas nobles. Acumulan los judíos acusaciones y más acusaciones contra el Señor, mas él no se defiende, y calla. Herodes hace burla de él, y calla; los soldados desgarran sus carnes con dolores acerbos, que le arrancan algún gemido, pero calla; le hincan en la cabeza y en las sienes la corona de espinas, que le hace estremecer, por lo terrible de sus dolores, pero calla; cargan sobre sus llagados hombros el peso de la cruz, y lleva esta carga hasta que no puede más, hasta sucumbir debajo de ella; pero calla. Realmente no hay cosa que tanto nos descubra la grandeza de alma y la heroica pacien­cia del Varón de dolores, como este soberano silencio.

Mas con este su callar tan elocuente mezcló el Sal­vador en su Pasión, algunas veces, muy breves frases; y el largo y profundo silencio que guardó, estando en la cruz, lo interrumpió para decirnos, en aquellos pos­treros momentos, sus últimas siete palabras.

¡Sus últimas palabras! Las últimas expresiones de un moribundo suelen tenerse en grande estima, y los que le sobreviven las conservan como un legado testamentario.

Las últimas palabras del Salvador moribundo son palabras de un Redentor, reveladoras de su dignidad de Mesías; palabras que iluminan como relámpagos las tinieblas del Calvario, el misterio de la cruz; palabras que suenan, a la vez poderosas y terribles, como los siete truenos del Apocalipsis (Apoc. 10, 3), y dulces y suaves como las campanillas de plata del vestido del sumo sacerdote, cuando entraba en el Sancta Sancto­rum para ofrecer el sacrificio. La primera de estas siete palabras es el mensaje de salvación, que hoy no&-envía el Salvador desde la cruz. ¡Ojalá que todos los cora­zones se abran para recibirlo!

Los verdugos en el Calvario acaban de terminar su tarea sanguinaria: se ha extinguido ya el eco de los martillazos, con que han hecho penetrar los gruesos clavos por las delicadas carnes de las manos y pies del Salvador. Éste queda como víctima santa pendiente de la cruz entre el cielo y la tierra, desangrándose por muchas heridas, entre convulsiones y estremecimientos de dolor. Hasta la misma naturaleza universal parece suspender todo movimiento y rumor, presa de espanto y admiración; y ni los rayos del sol ni el aire de la primavera se atreven a tocar el sagrado cuerpo. De la muchedumbre misma del pueblo parece haberse apo­derado un terror insólito, que paraliza sus lenguas; y reina un silencio pavoroso. Sólo el odio de los sumos sacerdotes y de los fariseos se está cebando en los tor­mentos de su víctima, y con diabólica fruición comien­zan a burlarse del Salvador y a blasfemar de él. Entonces levanta el Señor su sagrada cabeza, echa una mirada sobre el pueblo, alza sus ojos al cielo, y abriendo sus labios exclama con voz clara y sonora: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.»


Una oración al Padre. Ésta es la primera palabra que dice el Señor agonizando en la cruz. Y no ruega por sí. No dice: Padre, líbrame de esta hora, pase de mí este cáliz; Padre, no me desampares ni a mí ni a los míos. No suena en su oración ni la palabra “yo” ni “los míos”. Por otros ruega. ¿Por quién? Por sus enemigos, por sus verdugos, que acaban de des­fogar en él su rabiosa crueldad, por los príncipes de los sacerdotes y doctores de la Ley, que han jurado darle la muerte, y aun en la cruz le persiguen y le mofan y escarnecen. Ruega por el pueblo, que a gritos ha pedido su muerte en cruz, ruega por Pilato que ha consentido cobardemente en tan injusta y cruel de­manda, ruega por todos los reos y cómplices del crimen que están perpetrando contra él. Y al rogar por ellos añade la excusa de tan horrenda maldad: ¡No saben lo que hacen!

Ruega y pide por sus enemigos, pero no los llama enemigos. Pide perdón de su culpa, pero no la nombra; sólo especifica la excusa, y aun en la misma excusa contiénese una súplica: no saben, dice, no saben lo que hacen; como si dijera: ruégote, pues, ¡oh Padre! que les cures de su ignorancia, que los ilumines y les des la gracia de la fe. Para nada menciona lo que ha tenido él que padecer por esta culpa de ellos, sólo indica la gran compasión que le causan. No dice: yo les perdono el mal que me hacen, sino pide que Dios les perdone; y para importunarle como a padre y moverle más el corazón en favor de ellos, alega sus derechos de hijo, su amor filial: y no con palabras tan solamente, sino con las obras elocuentísimas de su obediencia hasta la muerte, de su agonía, de sus heridas, de su sangre. Por todo esto le dice: ¡Perdónales, Padre, perdónales! Verdaderamente no pudo haber elevado al cielo su petición con mayor afecto y eficacia, con mayor encarecimiento y respeto.

«En los días de su mortalidad», escribe el Apóstol, «ofreciendo con grande clamor y con lágrimas preces y ruegos a aquél que le podía salvar de la muerte, fue oído por su reverencia» — Qui in diebus carnis juae preces supplicationes que ad eum qui possit illum salvum facere a morte, cum clamore valido et lacrimis offerens, exauditus est pro sua reverentia (Hebr. 5, 7).

Fue oído; pues no pedía ser libertado él de las manos de sus enemigos, sino que fueran éstos perdo­nados; fue oído por la reverencia con que rogaba al Padre. ¿Sabéis cómo fue su petición oída? Mirad el fruto de esta súplica en la conversión del malhechor que tiene a su derecha, en la confesión de fe que hace pública el centurión romano, en el cambio mara­villoso de los muchos que, bajando del Calvario, se daban golpes en los pechos, como dice San Lucas (23, 48). Fruto de esta súplica fue el plazo de cua­renta años de gracia y espera con que se difirió el castigo que, por la muerte de los profetas y por el deicidio, merecían el pueblo judío criminal y la ciudad de Jerusalén deicida.

Mas no es esto todo. La oración del Salvador en la cruz sigue obrando en el transcurso de todos los siglos; todavía hoy conserva su fuerza, y va exten­diendo su eficacia hasta los últimos confines de la tierra. Esta circunstancia le fue revelada también al profeta de la Pasión, Isaías, y la expresó él y la in­cluyó en la pintura que nos hizo del Crucificado. «Por tanto le daré por su porción a muchos, y repartirá los despojos de los fuertes; porque entregó su alma a la muerte, y con los malvados fue contado; y él cargó con los pecados de muchos, y rogó por los transgresores» — Ideo dispertiam ei plurimos, et fortium dividet spolia, pro eo quod tradidit in mortem animam suam; et cum sceleratis reputatus est; et ipse peccata multorum tulit, et pro transgressoribus rogavit (Is. 53,12).

Esta oración es el prólogo puesto al sacrificio de la cruz; es el Introito y el Kyrie eleison, que dan el tono a toda la liturgia de la misa cruenta del Calvario. Es un mensaje mesiánico, en que el Salvador mismo declara la naturaleza y fin del sacrificio de la cruz. Sabe­mos ya de sus mismos labios que su pasión y su muerte son una ofrenda de expiación; que muere por la culpa, pero en beneficio de los culpados; que él, levantado en el patíbulo de la cruz, se interpone como medianero, con su oración, con su sangre y con sus llagas, entre Dios y el humano linaje prevaricador, sin excluir a ningún pecador, porque no hay pecador alguno que no sea cómplice en la muerte de Jesús. Por todos pide perdón al Padre celestial, por todos los que sean toda­vía capaces de recibir su disculpa y su absolución.

Hallamos, pues, en esta primera palabra de la cruz el manantial de la misericordia y del perdón patente y abierto. Esta palabra sigue obrando, este manantial sigue fluyendo en el incruento sacrificio de la santa misa, en el sacramento del bautismo y en el sacramento de la penitencia. Y al oír hoy nosotros de nuevo, en este Viernes Santo, esta voz de perdón que baja de la cruz, y al pensar que el Salvador pidió también por nosotros, y pide todavía gracia y perdón al Padre celestial, ¿no sentimos el corazón enfervorizado, e inundada el alma, por un torrente de alegría, de es­peranza y de confianza sin límites?

Pero no debemos olvidar que en esta palabra tan suave, blanda y amorosa se encierra también algo muy serio, muy terrible. Hay pecadores por los cuales no pide perdón el Salvador, porque sus pecados no pueden ser perdonados. Y hay pecadores por quienes el Sal­vador pide perdón, y sin embargo no lo reciben. ¡Desventurados aquéllos a quienes tal desgracia sucede! ¡Dios mío! ¿Qué debemos hacer para que la oración del Salvador no se pierda en nosotros?

Sólo puede aprovecharnos tan poderosa y eficaz ora­ción cuando nuestra voluntad y nuestras obras no se oponen a esta oración, ni le resisten, sino que están en perfecta armonía con lo que ella pide. El Salvador pide: Padre, perdónales; y si nosotros pedimos tam­bién con espíritu de arrepentimiento y penitencia: Padre, perdónanos, entonces todo va bien; comunícase a nuestra petición la fuerza y eficacia de la petición de Jesús, y nos alcanza la gracia de la conversión y la remisión de la culpa en el sacramento de la penitencia.

Pero si el Salvador pide: Padre, perdónales, y el pecador por el contrario dice, o por los hechos muestra, que no le importa el perdón, que no cree necesitarlo ni lo quiere, y que no tiene ánimo de cesar en sus pecados, ni dejar la ocasión próxima, ni evitar las malas com­pañías, ni piensa en cumplir con el precepto pascual; entonces la fuerza de la oración misericordiosa de Jesús se embota en aquella frente pecadora de bronce, y se estrella contra el corazón empedernido del pecador. Entonces tampoco se puede aplicar aquel «no saben lo que hacen»; porque tales pecadores saben lo que quieren y lo que hacen; se les ha enseñado por bastante tiempo, se les ha corregido y amonestado bastantes veces: ya saben lo que hacen, y no quieren cambiar de conducta. Lo que les acontece eso es lo que han querido.

El Salvador dice: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.» Así ruega por sus enemigos mor­tales que le aborrecen de balde, le cubren de ignominia y vilipendio, le maltratan villanamente y le enclavan en la cruz. Su oración es el más perfecto cumplimiento de su mandato: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, y rogad por los que os persiguen y calumnian» — Diligite inimicos vestros, benefacite his qui oderunt vos, et orate pro persequentibus et calumniantibus vos (Matth. 5, 44).

De esta manera añade él mismo el ejemplo al pre­cepto. El que sea de Cristo y quiera llevar dignamente el nombre de cristiano, debe seguir a su Maestro; de donde se sigue, con forzosa e inalterable necesidad, que no pueden tener parte alguna en él, ni recibir los frutos de su oración, ni ser perdonados, los que alimentan en sus pechos el odio, la ira y el deseo de venganza, y no quieren reconciliarse con los enemigos ni perdonarles. Dejan que el Salvador diga: Padre, perdona, pero ellos piensan y dicen: Yo no perdono, ni puedo ni quiero perdonar. De los tales no se puede decir que no saben lo que hacen. Sí, lo saben: conocen el mandato del Salvador, conocen su ruego, conocen su ejemplo; mas no hacen caso de nada de esto. ¿Hay por desgracia en mi auditorio al­guien que vive enemistado y se empeña en conservar esa enemistad, excluye en su oración a sus enemigos, y no piensa en perdonarles, antes discurre la manera de vengarse, y aun hoy mismo, día de Viernes Santo, rehúsa unirse a su Salvador para rogar con él, y con él decir: Padre, perdónales? Pues a este tal yo le digo, en nombre de Jesús crucificado, que no está él incluido en la oración con que pide perdón por nosotros el Salvador; y por consiguiente no recibirá perdón ese infeliz, porque él no quiere perdonar; más le digo que el perdón que él niega a sus enemigos, a sí mismo se lo niega, como dice San Pedro Crisólogo. Tal es su desventura; haga él ahora lo que quiera.

Pero acaso algún corazón oprimido me diga: Padre, no sea tan riguroso. ¡Si supiera lo que a mí me pasa! Tengo una enemistad, sí; y la tengo precisamente en el seno de mi familia. La ira, la maledicencia, los plei­tos, el maldito dinero se han conjurado para crear ene­migos en el mismo hogar doméstico; he trabajado cuanto he podido para arrancar de mi corazón esta enemistad, pero inútilmente; ella es mi pesadilla, es como sombra funesta, que envuelve en tinieblas a toda la familia. Y no puedo remediarlo.

Si eso es así, no habla contigo lo que acabo de decir. Si no alimentas ningún rencor en tu corazón, si no demuestras en lo exterior ningún afecto de hostilidad, si ruegas por tus adversarios y no dejas de buscar medios de reconciliación, has hecho ya lo que está de tu parte, y puedes dejar lo restante en manos de Dios. Acaso puedas, hoy precisamente, proponer una vez más algún arreglo de paz; hoy, en que baja desde la cruz, y se oye en toda la tierra, la voz de perdón: día sagrado en que todo habla de reconciliación y de paz.

En algún otro corazón bulle tal vez la memoria de injurias recibidas, daños o perjuicios, reales o aparen­tes. A su recuerdo rebélase de nuevo y se conmueve excitada el alma, exclamando: ¡No, yo no puedo ol­vidar eso, yo no puedo perdonarle! no le puedo ver.

¡Alto ahí! ¡Paz y sosiego! Estamos en Viernes Santo; desde la cruz se oye la palabra de Jesús: ¡Padre, perdona!—-Escucha una historia: Cuando después de la muerte del patriarca Jacob temieron los hermanos del egipcio José que se despertara de nuevo en su corazón la ira por el crimen que contra él cometieron en otro tiempo, se fueron a él, y le dijeron: Tu padre nos encargó, antes de morir, que te dijéramos esto en su nombre: Ruego que te olvides de la maldad de tus hermanos, y del pecado y la malicia que ejecutaron contra ti.... Lo cual oído, José lloró y... díjoles: «No queráis temer, yo os mantendré a vosotros y a vuestros hijos»; y los consoló, y les habló con blandura y sua­vidad (Gen. 50, 15—21).

El Salvador desde la cruz me ha encargado te diga, oh cristiano, que olvides las injurias que te han hecho; que perdones por amor a él, y te reconcilies con tus enemigos. No puedes negarte a esto, pues no se te pide cosa imposible. No se te exige en todo caso, ni siquiera te aconsejaría, tal vez, que tengas trato amis­toso y frecuente con tu enemigo, no; lo que se te pide, sobre todo, es que apagues en tu corazón el fuego de la ira y mates los deseos de venganza; que no des a conocer por de fuera ninguna señal de enemistad, y que ruegues por los que te han hecho mal.

La oración por los enemigos es el principio, fruto y corona del verdadero amor. Ésta es la venganza que toma el cielo y que un cristiano debe tomar de su enemigo, según la frase de San Paulino. Esta oración solemne comenzó a entonar en la cruz el Salvador y nosotros debemos continuarla. De ninguna manera po­demos celebrar mejor el Viernes Santo, que uniéndo­nos todos al Salvador al pie de la cruz, formando allí un solo corazón, y clamar con él al cielo: Padre, per­dona, perdona a todos los que nos desean algún mal o nos lo causan. Seguramente no saben lo que hacen, y tal vez nuestra culpa es mayor que la suya. Per­dónales y perdónanos también a nosotros por amor a tu Hijo. ¡Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores!


¡Oh Madre nuestra, María! Como en otro tiempo juntaste, con toda tu alma, tu oración con la de tu Hijo al pie de la cruz, así hoy también implora para nosotros y para todos nuestros hermanos, amigos y enemigos, la paz de Dios, la gracia de la indulgencia y el perdón. Así sea.