lunes, 8 de febrero de 2016

SOBRE LA ORACIÓN - SAN FRANCISCO DE ASÍS





1. San Francisco afirmaba rotundamente que el religioso debe desear, por encima de todas las cosas, la gracia de la ora­ción; y, convencido de que sin la oración nadie puede progresar en el servicio divino, exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. (S. Buenaven­tura, L. AI. c. 10.)
Y decía: El siervo de Dios que padezca alguna tristeza, debe inmediatamente recurrir a la oración y permanecer ante el soberano Padre hasta que le devuelva la alegría de su salva­ción (Cel. Vid. 2." c. 125.)
El predicador debe primero sacar de la oración hecha en secreto lo que vaya a difundir después por los discursos sagra­dos; debe antes enardecerse interiormente, no sea que trans­mita palabras que no llevan vida (Ibid. 163).
2. Hay muchos frailes que ponen su empeño y solicitud en adquirir una vana ciencia, abandonando su santa vocación, separándose tanto con el cuerpo como con el espíritu de las sen­das de la humildad y de la fervorosa oración, los cuales cuando al predicar al pueblo observan que algunos quedan edificados, o se convierten al Señor a penitencia, se llenan de una orgullosa hinchazón y se ensoberbecen del progreso y adelanto ajeno, como si fuese propio, siendo así que lo que ellos consiguen con su predicación, no es otra cosa sino precipitarse más en el mal, no sacando para sí en realidad provecho alguno, ya que no son otra cosa sino meros instrumentos de aquellos a través de los cuales el Señor ha producido tales frutos. Pues los que ellos piensan que son edificados y convertidos a la penitencia por obra de su ciencia y predicación, los edifica y convierte el Señor por las oraciones y gemidos de los religiosos virtuosos, humildes y sencillos, aun cuando estos santos religiosos lo ignoren, permi­tiéndolo así el Señor para que no tengan ocasión de ensoberbecerse.
Estos son mis frailes benditos, caballeros de la Tabla Redon­da, que gustan de vivir en los desiertos y lugares retirados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, llo­rando sus pecados y los del prójimo, viviendo humilde y senci­llamente, cuya perfección es solamente conocida por Dios y casi siempre ignorada de los hombres y hasta de los mismos frailes.
Cuando las almas de éstos sean presentadas en el tribunal de Dios, entonces les mostrará el Señor el fruto y la recompensa de sus trabajos, es decir, la multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos y fervorosas oraciones, al tiempo que les dirá: “Mirad, amados hijos míos, todas estas almas se salvaron por vuestras oraciones, lágrimas y buenos ejemplos; y, ya que fuisteis fieles en lo poco, Yo os elevaré a una altura mucho mayor (Mt. 25, 21). Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y Yo, por vuestros merecimientos, he produ­cido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cie­los que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras lágrimas y oraciones...”
3. Y así, el bienaventurado Francisco, explicaba este texto: La mujer estéril dio a luz muchos hijos y la madre de muchos se vio abandonada (Is. 54, 1). La mujer estéril —decía— es el buen reli­gioso, sencillo y humilde, pobre y despreciado, vil y humillado, que por sus santas oraciones y virtudes sirve constantemente de edificación a los demás y los da a luz con oraciones, gemidos y lágrimas” (S. Buenaventura, Esp. de Perf. c. 72; Ley. Perusa, 103).
4. Los frailes a los cuales dio el Señor gracia para trabajar, trabajen fiel y devotamente, de manera que desechando la ocio­sidad que es enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a lo cual todas las demás cosas tempo­rales deben servir (Reg. F. M. c. 5).