martes, 9 de febrero de 2016

DE LA VERDADERA HUMILDAD Y CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO





Son muy hermanas entre sí la humildad y la penitencia, y así lo son los humildes y los penitentes; porque los humildes reconocen sus pecados, mas los penitentes los lloran; aquéllos se humillan ante Dios por ellos, mas éstos piden humildemente el perdón de ellos. Y por esta causa, aunque no estoy en esta escritura obligado a guardar orden en las materias que se tratan, sino declarar lo que este siervo de Dios siente en ellas, después de haber declarado lo que él siente de la virtud de la penitencia y dolor de los pecados, apuntaré en breve lo que siente de la virtud de la humildad, según lo que pude colegir de sus escrituras. Y tiene él esta virtud por tan esencial y tan necesaria para nuestra vida, que viene a determinar que casi todas las tentaciones y ceguedades espirituales, y ausencias y desamparos de Nuestro Señor, y aun algunas caídas, son por Él permitidas o enderezadas a fin de hacernos verdaderos humildes, no teniendo por cosa indigna comprar esta joya por tan caro precio. Y es tan propia esta virtud de la religión cristiana, y estuvo tan lejos de ser conocida de los filósofos, que ni el nombre de ella se halla en sus escrituras.

Mas este siervo de Dios, que tenía otra lumbre más alta, ninguna otra virtud más veces, como dije, encomienda en sus escrituras. Donde veremos la contradicción que hay entre la doctrina de los filósofos, y la de este padre. Porque los filósofos, y los herejes pelagianos, discípulos de ellos, ensalzan cuanto pueden las fuerzas y virtud de la naturaleza humana; mas, por el contrario, todo el estudio de este padre es abatirlas, declarando la flaqueza y malicia del corazón humano, llamándolo un abismo profundísimo que sólo lo conoce aquel soberano Señor, de quien se escribe que estando sobre los querubines, desde este lugar tan alto alcanza a ver lo más profundo de todas las cosas criadas, y señaladamente la malicia de nuestros corazones, como Él lo declaró por Hieremías diciendo: Malvado es el corazón del hombre; y ¿quién lo conocerá? Yo, que soy Dios y escudriño lo íntimo y más secreto de ellos. Lo mismo nos declara el Eclesiástico, el cual, tratando de la profundidad de la sabiduría de Dios, entre otras alabanzas suyas, dice que penetró y entendió lo que había en el abismo y en el corazón del hombre. En la cual combinación del abismo y corazón humano comprendió en estas dos palabras la profundidad y la flaqueza y malicia de nuestro corazón, comparándolo con el abismo. Y en otro lugar, declarando más la grandeza de esta malicia, dice: ¿Qué cosa más mala que lo que piensa la carne y sangre? Esto es: ¿qué cosa peor que los pensamientos y deseos del corazón humano, desamparado de la divina gracia, que es donde no hay más que carne y sangre? Y en consecuencia de esto, dice en otro lugar: ¿Qué cosa hay entre todo lo criado más mala que el ojo del hombre? Esto dice porque éste es el portero de nuestro corazón, y el que le da materia para todas las codicias y maldades que en él se forjan.

Pues, volviendo a nuestro propósito, en el conocimiento de esta flaqueza y miseria de nuestro corazón se funda en parte la virtud de la humildad, la cual, como san Bernardo dice, «es desprecio de sí mismo, el cual procede del verdadero conocimiento de sí mismo». Esta virtud faltó a aquel ángel que fue criado tan hermoso. Por lo cual dice de él Nuestro Salvador que no estuvo en la verdad, que es: en la verdadera estima y conocimiento de sí mismo; y por eso dio tan gran caída que del mayor de los ángeles, según la opinión de san Gregorio, fue hecho el mayor de los demonios, y escarmentando en la cabeza de éste, nos aconseja este padre que estemos en espíritu de verdad; y cuál sea este espíritu, declara él en una carta suya por estas palabras:


“¿Cuál es el espíritu de verdad, sino el que hace que el hombre se descontente y se parezca mal, y de entrañas y de corazón se parezca feo y abominable, y se espante cómo Dios lo sufre sobre la tierra? Y ésta es la verdad en que habemos de vivir, y sin esto en mentira vivimos. Y algunas veces, cuanto más bien parece que tenemos, estamos peores, faltándonos esto. Porque, confiando en esto y en otras cosas, parécenos que somos algo, y no es así delante de los ojos de Aquel que mira los corazones y dice: Nombre tienes de vivo y estás muerto. Nombre tiene de vivo quien no cae en los Pecados que el mundo condena por malos; mas, si cae en los que el juicio de Dios condena, ¿qué aprovecha que el mundo absuelva al que el juicio de Dios condena? No sabe el mundo tener por malo, ni castiga a uno que se parece bien a sí mismo y se contenta de sí con soberbia; mas en el juicio Dios es tenido por soberbio y ciego el que no se hiede a sí a mismo como si tratase un perro muerto a sus narices, y tiene entrañable vergüenza delante los ojos de su Criador, como quien estuviese delante un juez de acá, habiendo hecho un feo delito”.

Hasta aquí son palabras de esta carta, en la cual no trata de propósito, sino como de paso, de la virtud de la humildad. Mas en estas pocas, junto con las que antes de éstas precedieron, de la virtud de la penitencia y dolor de los pecados, verá el cristiano lector cuán altamente sentía este varón de Dios lo que pertenece a la fineza desta virtud.

Mas es aquí de saber que, aunque lo propio de la humildad sea despreciarse el hombre y tenerse en nada, pues cuanto es de su parte nada es; mas este desprecio de sí mismo que está en la voluntad, procede del conocimiento de su bajeza y vileza, que está en el entendimiento. Y porque de esta raíz nace la flor hermosísima de esta virtud, síguese que veamos cuán perfectamente siente este padre de esta bajeza y miseria del hombre; porque cuanto mayor fuere este conocimiento, tanto será más profunda la raíz y fundamento de la humildad.

Pues en una carta suya, por un singular modo, declara primeramente la necesidad que tenemos de este propio conocimiento. Lo uno para la reverencia que a Dios debemos al cual habemos de mirar con vergüenza, teniéndonos por indignos de ello; lo otro, porque cuando un hombre se olvida de sí, luego se engríe, y como no ve sus faltas, pierde el peso del temor santo y hácese liviano, como nao sin lastre, que pierde las áncoras en tiempo de tempestad, cuyo fin es ser llevada acá y acullá hasta ser perdida. Nunca vi seguridad de ánima, sino en el conocimiento de sí misma. No hay edificio seguro si no es hecho sobre hondo cimiento. Y es tiempo muy bien empleado al que se gaste en reprenderse a sí mismo; cosa muy provechosa para nuestra enmienda, examinar nuestros yerros.

¿Qué cosa es el hombre que no se conoce y examina, sino casa sin luz, hijo de viuda mal criado, que, por no ser castigado, se hace malo; medida sin medida y sin regla, y por eso es falsa, y, finalmente, hombre sin hombre? Pues quien no se conoce, ni se puede regir como hombre, ni se sabe ni se posee a sí mismo; y como sepa dar cuenta de otras casas, de sí mismo no sabe parte ni arte. Estos son los que, olvidados de sí, tienen mucho cuidado de mirar vidas ajenas, olvidando las suyas; porque, como las ajenas sean de ellos más de continuo y más de cerca miradas, parecen mayores que las suyas, que las miran de lejos, y. así, aunque grandes, parécenles pequeñas; de lo cual vienen a ser rigurosos y mal sufridos; porque, como no miran su propia flaqueza, no han compasión de la ajena. Nunca vi persona que se mirase, que no le fuese ligero sufrir cualquier falta ajena. Si alguno maltrata al que cae, testimonio da que no mira sus propias caídas. De manera que, si queremos huir de esta ceguedad tan dañosa, conviénenos mirar y remirar lo que somos, para que, viéndonos tan miserables, caminemos por el remedio al misericordioso Jesús; porque Él se dice Jesús, que es Salvador no de otros, por cierto, sino de los que conocen sus propias miserias, y las gimen y reciben, o no pudiendo, desean recebir los santos sacramentos; y así son curados y salvos.

Y aunque para conocer a nosotros mismos, hayan hablado muchas y muchas cosas Dios y los santos; mas quien quisiere mirar lo que en sí mismo pasa, hallará tantas para desestimarse, que, de espanto de su abismo, diga: «No tienen cabo mis males». ¿Quién hay que no haya errado en lo que más quisiera acertar? ¿Quién no ha pedido cosas, y aun buscádolas, pensando de serle provechosas, que después no haya visto que le han traído daño? ¿Quién podrá presumir de saber, pues innumerables veces ha sido engañado? ¿Qué cosa más ciega que quien aún no sabe lo que ha de pedir a Dios? como dice san Pablo, que, pidiendo a Dios le quitase un trabajo, pensando que pedía bien, le fue dado a entender que no sabía lo que pedía ni lo que le cumplía. ¿Quién se fiará de su deseo y parecer, pues aquel en quien moraba el Espíritu Santo pide lo que no le cumple alcanzar?

Grande, por cierto, es nuestra ignorancia, pues innumerables veces erramos en lo que nos conviene acertar. Y ya que una vez Dios nos enseñe lo bueno, ¿quién no verá cuán flaca es nuestra flaqueza, y cómo damos de rostro en lo que vemos que era razón que no cayéramos? ¿A quién no ha acaecido proponer muchas veces el bien y no haberse caído y vencido en lo que pensó más verse en pie? Hoy lloramos nuestros pecados con intención de los evitar; y si estando las lágrimas en las mejillas, se nos ofrece alguna ocasión, llorando porque caímos, hacemos de nuevo por qué llorar; recibiendo el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con mucha vergüenza de los desacatos que le hemos hecho, aun habiendo poco que lo tuvimos en nuestro pecho, nos acaece algunas veces por algún pecado echar su gracia de nos.

¡Qué caña tan vana, que a tantos vientos se muda! Ya alegre, ya triste; ya devoto, ya tibio; ya tiene deseo del cielo, ya del mundo; ya aborrece y luego ama lo aborrecido; vomita lo que comió, porque le hacía mal estómago, y luego torna a comer, como si nunca lo hubiera vomitado. ¿Qué cosa puede haber de más variedad de colores que un hombre de esta manera? ¿Qué imagen pueden pintar con tantas haces, con tantas lenguas, como este hombre? ¡Cuán de verdad dijo Job que nunca el hombre estaba en un estado! Y la causa es porque al hombre le llaman ceniza, y a su vida, viento. Muy necio sería el que buscase reposo entre viento y ceniza. No pienso que habrá cosa más espantable de mirar, si mirarlo pudiésemos, que ver cuántas formas toma un hombre en lo de dentro de sí en un solo día. Toda su vida es mudanza y flaqueza y conviénele bien lo que la Escritura dice: El necio es mudable como la luna. 

¿Qué remedio tenemos? Por cierto, conocernos por lunáticos; y como en tiempos pasados llevaron un lunático a nuestro Señor Jesucristo para que lo curase, ir nosotros al mismo Jesús para que nos cure como a aquél curó. Aquél dice la Escritura que lo atormentaba el espíritu malo, que ya lo echaba en el fuego, ya en el agua de carnalidad, de tibieza y de malicia. Y si mirarnos cuántas deudas debemos a Dios de la vida pasada, cuán poca enmienda hay en la presente, diremos, y con verdad: Rodeádome han dolores de muerte; peligros del infierno me han cercado. 

¡Oh peligro de infierno tan para temer! ¿Quién es aquel que no mira con cien mil ojos no resbale en aquel hondo lago, donde para siempre llore lo que temporalmente rió? ¿Quién no endereza su camino, porque no le tomen por desencaminado de todo el bien? ¿Dónde están los ojos de quien esto no ve, las orejas de quien esto no oye, el paladar de quien esto no gusta? Verdaderamente señales de muerto no tener obras de vida. Nuestros pecados son muchos, nuestra flaqueza grande, nuestros enemigos fuertes, astutos y muchos, y que mal nos quieren. Lo que en ello nos va es perder o ganar a Dios para siempre. ¿Por qué entre tantos peligros estamos seguros, y entre tantas llagas sin dolor de ellas? ¿Por qué no buscamos remedio antes que anochezca y se cierren las puertas de nuestro remedio, cuando las doncellas locas den voces y les sea dicho: No os conozco? Conozcámonos, pues, y seremos conocidos de Dios. Juzguémonos y condenémonos, y seremos absueltos por Dios. Pongamos los ojos sobre nuestras faltas, y, luego todo nos sobrará. Consideremos nuestras miserias, y aprenderemos a ser piadosos en las ajenas. Porque, según la Escritura dice: De lo que hay en ti aprenderás lo que hay en tu prójimo.

Hasta aquí son las palabras de las cartas; en las cuales verá el hombre, como en un claro espejo, sus faltas y miserias, para que así se conozca, y conocido se humille, y después de humillado pida socorro al ayudador de los humildes, que es Cristo Jesús.



Fray Luis de Granada – “Vida del Venerable Maestro Juan de Ávila”.