sábado, 18 de julio de 2015

ORÍGENES RELIGIOSOS DEL MUNDIALISMO





Fragmento de la entrevista aparecida en “Réflechir et Agir” n° 22, y “Tabou” n° 10 (junio 2006), y publicado por la revista argentina “Cabildo”,  a Hervé Ryssen, autor de la importante obra “Los orígenes religiosos del mundialismo”.


Hervé Ryssen, Usted ha publicado un libro que echa, por fin, plena luz acerca de la lógica mundialista y sus fundamentos religiosos. Desde hace mucho tiempo, en efecto, los intelectuales de ten­dencia nacional eluden abordar “temas enojosos” y se abstienen de denunciar la propaganda cos­mopolita. ¿Podría explicamos el título de su libro?

HR: — Me he dedicado a exa­minar la producción escrita de los intelectuales judíos a fin de intentar comprender su visión del mundo. Después de haber leído decenas de ensayos políticos, novelas y relatos de todo género, me he apercibido de que la palabra “esperanza” apa­recía regularmente en los textos. Se trata para ellos, desde luego, de la esperanza de un mundo mejor, del mesías y de la “tierra prometi­da”. Recordemos que si los cristia­nos han reconocido su mesías, los judíos siempre esperan el suyo.
Esta expectativa mesiánica ani­da en el corazón de la religión he­braica y de la mentalidad judía en general, incluyéndose aquí a los ju­díos ateos. Es el punto fundamen­tal. En cuanto a la voz “planetariano”, se trata de un neologismo que no significa más que la aspiración a un mundo sin fronteras.
Mi trabajo está exclusivamente centrado sobre los intelectuales ju­díos. Contrariamente a lo que mu­cha gente puede pensar, la utiliza­ción de la palabra “judío” no cae to­davía bajo incumbencia legal. No se me escapa que son muchos los que sudan a la simple evocación de esa palabra, pero es probablemente porque temen incurrir en propósi­tos antisemitas, los cuales hoy día, en efecto, son fuertemente conde­nados. Personalmente no padezco en modo alguno este temor, ya que mis trabajos están basados exclusi­vamente en la investigación a través de fuentes hebraicas. Digamos que tengo una aproximación racional sobre el tema y, osamos decirlo, to­talmente desapasionada.

Efectivamente, a menudo se es­cucha hablar entre los judíos de “tierra prometida” y “mesías”, pero siempre tememos compren­der mal el significado de esos conceptos. La “tierra prometi­da”, ¿no es el Estado de Israel?

HR: — Históricamente es la tie­rra del país de Canaan, que Yahvé dio a Abraham, según puede leerse en el Génesis, primer libro de la Torah. Pero antes de la destrucción del segundo Templo por las legio­nes romanas de Tito y la disper­sión, numerosos judíos vivían ya en la diáspora. La “tierra prometida” no adviene tampoco en 1917, aun cuando con la declaración Balfour, que creaba un “hogar judío en Pa­lestina”, algunos judíos hayan pen­sado que, recuperando la “tierra prometida”, los tiempos mesiánicos estaban, por fin, próximos. Pero es preciso no olvidar que otros judíos, mucho más numerosos, pensaban hacia la misma época que esa tierra prometida se situaba más al norte, en la extensa Unión Soviética donde, después de la revolución de oc­tubre de 1917, tantos judíos apare­cían en los más altos escalones del poder. Sin embargo, basta leer al­gunos textos más antiguos para percatarse que en el siglo XIX, era Francia —el país de los derechos del hombre— la que acaparaba to­das las esperanzas y constituía, a los ojos de los judíos del mundo en­tero, la “tierra prometida”. Tam­bién la Viena de principios del siglo XX, o la Alemania de Weimar, en el período de entreguerras, pudieron ser consideradas como “tierras pro­metidas”, porque la cultura y las fi­nanzas sobre todo, estaban en esos momentos intensamente influencia­das por los banqueros, los intelec­tuales y los artistas de origen judío.
La “tierra prometida” también está desde hace largo tiempo en­carnada en el sueño americano [...] Pero la “tierra prometida” más re­ciente fue evidentemente la Rusia que siguió al hundimiento del sovietismo. En algunos años, un puñado de “oligarcas” había logrado meter el gancho sobre una gran parte de las riquezas rusas privatizadas. El más conocido entre ellos, el multi­millonario Khodorkovski, duerme actualmente en las prisiones de la nueva Rusia de Vladimir Putin. A ojos vista, esta nueva “tierra pro­metida” ¡no fue la buena! En sínte­sis, como se habrá comprendido, desde la salida del ghetto, los judíos no cesan de cambiar de “tierra pro­metida”, y su nomadismo errabun­do termina sistemáticamente en una decepción. ¿Pero por cuánto tiempo? [...] Todo parece terminar siempre muy mal, vayan donde va­yan, hagan lo que hicieren.

Usted se refiere aquí a la historia y la geografía, pero el mesianismo y la idea de la tierra prometi­da ¿no son más bien conceptos religiosos?

HR: — Entramos aquí al núcleo del tema [...] Se puede entonces sostener que el concepto de “tierra prometida” no significa sino una es­pera de dimensión planetaria, don­de todas las naciones hayan desa­parecido. Bien nos lo dice el filósofo judío Edgar Morin, cuando escri­be: “No tenemos la Tierra prome­tida, pero tenemos una aspira­ción, un querer, un mito, un sue­ño: realizar la Tierra patria”. Es también aquello de que nos habla Jacques Attali, en “L’Homme nó­made”: “hacer del mundo una tie­rra prometida”. Entonces, ese mundo unificado, pacificado, será la “tierra prometida”. Pero los tex­tos a veces nos hacen pensar más que el espíritu de algunos intelec­tuales, la idea está tomada en senti­do literal: eso será con seguridad ¡toda la Tierra que les estaba pro­metida! De aquí nacen ciertos comportamientos a veces un tanto inva­sores...

A juzgar por la política del presi­dente norteamericano George Bush, no parece que los conseje­ros sionistas, que son numerosos a su lado, obren a favor del mun­do de “paz” del cual habla Us­ted. ¿Cómo explica esas contradicciones?

HR: — Es innegable que los je­fes de la comunidad judía nortea­mericana tienen una buena parte de responsabilidad en la guerra contra Irak. Es preciso ser ciego para no verlo; es preciso tener ma­la fe para negarlo. Por otra parte, su peso político en los sucesivos go­biernos norteamericanos, siempre ha sido importante desde principios del siglo XX. Los nacionalistas nor­teamericanos, como el famoso pilo­to Charles Lindbergh, denunciaban en su tiempo las presiones del “lobby judío” (en los Estados Uni­dos es un lobby entre otros) impul­sando a un pueblo muy aislacionis­ta hacia la guerra contra la Alema­nia nazi.
Por entonces, en los años vein­te, el constructor Henry Ford tenía la noción del problema y hacía di­fundir profusamente este tipo de in­formaciones en un periódico crea­do a ese efecto. Se recordará tam­bién que Madeleine Albright y los halcones del departamento de Esta­do norteamericano tuvieron todo su peso en la guerra contra Serbia en 1999. Queda entonces bien clara la razón que destaca esta contradic­ción entre la fe mesiánica y las “operaciones terrestres”, si se pue­de así decir.
Pero muy francamente se nos declarará entonces ¡que esas gue­rras son “actos de paz”! Escuche­mos precisamente a Elie Wiesel, premio nobel de la “paz”, quien naturalmente era un ultra belicista en 1991, cuando se trataba de ir a bombardear a Irak: “No se trata so­lamente de ayudar a Kuwait, de­cía entonces, se trata de proteger el mundo árabe todo entero”. To­dos los occidentales por consiguien­te debían movilizarse contra el “ase­sino de Bagdad”, culpable de hacer pesar una amenaza sobre el Estado de Israel: “A su guerra, es impera­tivo hacerle la guerra. A la fuerza destructora que emplea (Bagdad) contra la humanidad, es preciso oponer una fuerza más grande pa­ra que la humanidad permanezca con vida. Porque allí se juega la seguridad del mundo civilizado, de su derecho a la paz, y no sola­mente el porvenir de Israel... ¿Sed de venganza? No: sed de justicia, y de paz”.
Comprobamos aquí que no se duda en blasonar los grandes idea­les de paz y de amor, pese a que se trata de aniquilar a su enemigo. Por supuesto, no es cuestión de que el mismo Estado judío se ocupe de esos bajos menesteres militares. Ese es trabajo de los occidentales a los que se trata de convencer me­diante campañas de “sensibiliza­ción”, de ir a derribar al dictador. Una vez vencido vuestro enemigo, vuestro incansable combate por la democracia y “por la Paz” se vuelve nuevamente a la fase de la situación política. Después de haber aplasta­do sus enemigos, efectivamente, se está siempre por la “paz”.

Usted habla de “democracia”... ¿Qué relación puede haber entre un sistema político y la fe mesiá­nica? ¿La democracia es necesa­ria para la llegada del mesías?


HR: — La democracia no siem­pre ha sido el único caballito de ba­talla de las esperanzas planetarianas. Durante largo tiempo también ha jugado ese rol el ideal marxista. Es sabido que el mismo Marx, y la gran mayoría de los principales doctrinarios y cabecillas marxistas eran judíos: Lenín tenía orígenes ju­díos, León Trotsky, Rosa Luxemburg, Georg Lukacks, Ernest Man­del, etc., lo mismo que la casi tota­lidad de los líderes de mayo del '68.
No es por azar, y casi no hay pe­queño militante de base que se dé cuenta de eso. El marxismo aspira al establecimiento de un mundo perfecto, en el cual las religiones como las naciones hayan desapare­cido al mismo tiempo que los con­flictos sociales. Este esquema, se comprueba, encaja perfectamente en el cuadro mesiánico. En defini­tiva, el pensamiento de Marx no es más que la secularización de la escatología tradicional judía. George Steiner ha podido presentar el marxismo dentro de la perspectiva de las profecías bíblicas: “El marxis­mo, dice, en el fondo es un judaísmo que se impacienta. El Mesías ha tardado mucho en venir o, más precisamente, en no venir. Es el hombre mismo quien debe instau­rar el reinado de la justicia sobre la tierra, aquí y ahora... predica Karl Marx en su manuscrito de 1844, donde se reconoce el eco transparente de la fraseología de los Salmos y de los profetas”.
Ni Marx, ni Lenín, ni Trotsky creían en Dios, y sin embargo, sus orígenes judíos aparecían a plena luz a través de la red de lectura del mesianismo judío. El marxismo po­lítico, no obstante, ha sido margina­do en Europa después de la caída del Muro de Berlín.
El hecho es que, en los proyec­tos de unificación planetaria, la de­mocracia ha triunfado en todas par­tes donde el comunismo ha encalla­do. A pesar de todo, se comprue­ba que los grupos de extrema iz­quierda continúan beneficiándose de toda la atención mediática en las sociedades occidentales: es porque ellos representan la punta de lanza del proyecto de sociedad igualitaria y multirracial y canalizan en un sen­tido mundialista las oposiciones ra­dicales que suscita el sistema liberal.
Esta utopía movilizadora siem­pre es necesaria en un sistema de­mocrático desesperanzado, que no propone a su juventud más que deambular por los supermercados. Está, entonces, anidado en el inte­rior mismo de la democracia que el marxismo rinda finalmente sus me­jores servicios. Marxismo y demo­cracia son dos fuerzas absolutamen­te complementarias e indispensa­bles una a la otra en el proyecto de edificación del Imperio global. Sin el comunismo, los opositores se dirigirían indefectiblemente hacia las corrientes nacionalistas, y el Siste­ma no sobreviviría.

Después del fracaso del Comu­nismo de Estado, ¿la democracia multirracial y los “derechos del hombre” serían entonces el arma absoluta de las fuerzas “planetarianas”?

HR: — El objetivo de los mundialistas es destruir las culturas tra­dicionales arraigadas, para arribar a un mundo uniforme. Esta aspira­ción a la unidad ha sido expresada por el filósofo jasídico Martín Buber, quien verdaderamente parece no caer en la cuenta que nos da aquí la definición exacta de totalita­rismo: “En todas partes, escribe, se encontrará (en el judaísmo) la aspiración hacia la unidad. Hacia la unidad en el seno del indivi­duo. Hacia la unidad entre los miembros divididos del pueblo, y entre las naciones. Hacia la uni­dad del hombre y de toda cosa viviente, hacia la unidad de Dios y del mundo” (“Judaisme”, 1982, pág. 35).
Para alcanzar ese mundo per­fecto, es preciso entonces triturar, machacar, disolver todas las resis­tencias nacionales y las identidades étnicas o religiosas. La “unidad" no podrá hacerse más que a partir del polvo humano y de los residuos de las grandes civilizaciones, y en esta empresa de destrucción de las civili­zaciones tradicionales, la inmigra­ción juega un rol esencial. La doc­trina de los “derechos del hombre” es aquí un arma de guerra de una eficacia terrible.
Al respecto dice el Gran Rabino Kaplan: “Para el advenimiento de una era sin amenazas hacia el gé­nero humano, deberíamos poder basarnos mucho sobre la declara­ción universal de los Derechos del hombre... Siendo el respeto a la Declaración universal de los dere­chos del hombre una obligación tan imperiosa, es del deber de ca­da uno contribuir con todas las acciones tendientes a hacerla apli­car universal e integralmente”.
La humanidad entera debe so­meterse a ella. Lo mismo, decir que los “derechos del hombre” son una herramienta privilegiada para ver realizarse las promesas de Yahvé. Más aún, no es por azar que René Cassin, inspirador de la decla­ración de 1948, fuera también el secretario general de la Alianza Is­raelita Universal. En 1945, el ge­neral de Gaulle lo puso a la cabeza del Consejo de Estado. Su cuerpo
reposa en el Panteón, en el templo de los grandes hombres de la repú­blica.

¿Puede decirse que hay una ho­mogeneidad de pensamiento en­tre los intelectuales judíos sobre el tema de la inmigración?

HR: — Los intelectuales judíos pueden ser liberales, marxistas, reli­giosos o ateos. Pero todas esas di­vergencias no invalidan en nada el fundamento mesiánico de sus aspi­raciones. Y sobre la inmigración, justamente, puedo confirmar que entre ellos hay unanimidad [...] Só­lo una sociedad multirracial es ga­rante de la realización de los pro­yectos planetarianos.
Las declaraciones en ese sentido se encuentran sistemáticamente en la casi totalidad de los intelectuales judíos, sean marxistas, como Jac­ques Derrida, socialistas, como Guy Konopnicki, o liberales, como Guy Sorman o Alain Mine. Unos y otros muestran una enfadosa ten­dencia a tomarnos por retardados, haciéndonos creer, por ejemplo, que la inmigración no ha aumenta­do desde hace veinte años, o tam­bién que la inseguridad en ningún caso estaría ligada a ese fenómeno.
Cohn-Bendit asegura sin empa­cho que “para frenar el racismo, lo mejor sería ¡aumentar el núme­ro de extranjeros!” Sus declaracio­nes al respecto son de un alucinan­te descaro. Veamos todavía a Guy Sorman, quien tranquilamente nos explica que la antigua Francia, con sus dialectos y sus regionalismos era, en resumidas cuentas, “más multicultural de lo que es en la ac­tualidad” (¿?) (“En attendand les barbares”, págs. 174-179). Es un ejemplo entre tantos otros, de ese descaro a toda prueba, al cual están muy aferrados, y que ellos llaman “houtzpah” (pronunciar routzpah).
El objetivo es destruir el mundo (la gente) blanco y, de manera más general, todas las sociedades arrai­gadas. Todos esos intelectuales nos aseguran que esta evolución es ine­luctable y, por consecuencia, de na­da vale oponerse. Puede recordar­se aquí que, en el esquema marxista, se daba por sentado que la so­ciedad sin clases debía ser “inelucta­ble”. Escuchemos al director de prensa Jean “Daniel”: “Nada de­tendrá a los movimientos de las poblaciones miserables hacia un occidente viejo y rico... Es por eso que la sabiduría, la razón, consiste de aquí en más, en obrar como si fuéramos a recibir más y más emigrados a los cuales es pre­ciso preparar albergue” (“Le Nou­vel Observateur", 13 octubre de 2005). Como se comprenderá, se trata de prohibirnos la misma idea de defendernos. La homogeneidad del discurso cosmopolita sobre el tema es verdaderamente asombro­sa.

Con frecuencia se escucha decir que los judíos eran considerados por los nazis como una “raza in­ferior”. Sus investigaciones, al parecer, tienden a demostrar que más bien ellos tendrían la ten­dencia a considerarse como “la raza superior”. ¿Qué hay de eso?

HR: — Puedo asegurar que existe un orgullo inmenso de perte­necer al “pueblo elegido”. Y en los intelectuales, este orgullo se combi­na con un desprecio no menos grande hacia las naciones sedenta­rias, consideradas muy claramente como inferiores. Las declaraciones al respecto son incontables.
Por ejemplo, veamos lo que es­cribe Bernard-Henri Lévy, en el pri­mer número del periódico “Globe”, en 1985: “Por supuesto, nosotros somos decididamente cosmopoli­tas. Ciertamente, todo lo que es patria, vernáculo, gaita, en una palabra franco-minero o patriote­ro, nos es ajeno, casi odioso”.
Las “patrias de toda clase y sus cortejos de antiguallas” lo disgus­tan al máximo: todo eso no es más que un “repliegue sobre las más pobres de las identidades”. “Ha­blar dialectos, danzar ritmos ver­náculos, marchar al son de gai­tas... tantas burdas necedades” le “repugnan” (“L’Idéologie françai­se”, 1981, págs. 212-216).
El filósofo Emmanuel Lévinas también ha expresado su fe en las virtudes del desarraigo y el noma­dismo. Para él, el más grande re­traso mental, seguramente, es el que representan las civilizaciones paganas de la antigüedad: “El pa­ganismo, escribe, es el espíritu lo­cal: el nacionalismo en lo que tie­ne de cruel y despiadado. Una humanidad selvática, una huma­nidad pre-humana”.
Con seguridad, todo eso no vale para los beduinos del desierto: “So­bre el suelo árido del desierto donde nada se fija, es donde el verdadero espíritu desciende en un texto para cumplirse universal­mente... La fe en la liberación del hombre no se logró más que con un estremecimiento de las ci­vilizaciones sedentarias, con el desmoronamiento de los pesados lastres del pasado... Es preciso ser subdesarrollado para reivindi­car eso como razón de ser y lu­char en su nombre para tener un lugar en el mundo moderno”.
No es suficiente entonces a es­tos intelectuales contarnos cual­quier cosa, de ilusionarnos con los derechos del hombre, de atarnos las manos en la espalda con leyes represivas, y de inyectarnos en las venas un cuerpo extraño. Es preci­so también que nos deslicen al oído su desprecio por nuestras antiguas culturas. Pero el desprecio no pa­rece aplacar completamente su es­píritu de venganza. Es preciso to­davía que nos insulten y nos escu­pan en la cara: “ignorantes, xenó­fobos, paranoicos, estúpidos, deli­rantes, etc.”: eso es lo que somos nosotros. En “La Vengeance des Nations” (1990), Alain Mine, quien nos explica los beneficios de la in­migración, asegura que “la igno­rancia es lo que alimenta la xeno­fobia” (pág. 154), que es necesario entonces “luchar contra el delirio xenófobo” y acabar de una vez con esta “paranoia francesa” (pág. 208). Y para esta tarea, Alain Mine propone favorecer a los inmigrados sistemáticamente, con referencia a los franceses sobre el modelo nor­teamericano. Como lo proclama el muy mediático Michael Moore, en Estados Unidos, en su libro apareci­do en el 2002, verdaderamente no vale la pena andarse con miramien­tos con esos Stupid White Men (así es el título del libro), ya que ellos no comprenden nada de nada de lo que se les viene.
No insistiré aquí con todos esos incontables filmes en los cuales los cineastas cosmopolitas parecen sa­ciar su venganza contra la civiliza­ción cristiana y el hombre blanco en general. Me parece evidente, a la vista de toda esta logorrea, que esa gente ya nos odia. Si los mis­mos fueran fluorescentes, intermi­tentes o si llevaran sobre su cabeza un faro giratorio, ¡se vería mucho más claro!

¿Cómo explica Usted ese mani­fiesto sentimiento de venganza, cuando los textos religiosos tien­den hacia la paz universal? ¿De dónde procede esta venganza de la cual habla Usted?

HR: — Encontramos el espíritu de venganza en muy numerosos textos. Se traslucen en la pluma de novelistas como Albert Cohén, en “Fréres humaines”, o en la de Patrick Modiano (“La Place de l’Etoile”). El gran gurú norteamericano de la corriente afro-centrista, Mar­tín Bernal, que es “blanco”, tam­bién ha dado rienda suelta a ese sentimiento: “Mi fin es reducir la arrogancia intelectual de los europeos”.
Ahora bien, si echamos un vista­zo al pasado muy lejano, caeremos en la cuenta que esas permanencias (iteraciones) han atravesado los si­glos sin formar una sola arruga.
A principios del siglo XVI, por ejemplo, Rabí Shlomo Molkho, que era considerado por muchos judíos como una figura mesiánica, escribió sus visiones proféticas muy revela­doras, en las cuales se encuentra la idea de una “venganza contra los pueblos” que se va a cumplir. Tam­bién nos asegura que “los extranje­ros serán destrozados” y que “las naciones temblarán” (Moshe Idel, “Messianisme et mystique”, 1994, págs. 65-66). Y Moshe Idel hace este comentario: “el poema de Molkho evoca claramente el advenimiento de una doble ven­ganza: contra Edom y contra Is­mael”, es decir contra la cristiandad y el islam; más adelante agrega: “Dios revela no solamente cómo luchar contra el cristianismo... si­no también cómo romper la fuer­za del cristianismo para que ad­venga la Redención” (pág. 48). ¿Está claro, no?
Puede encontrarse este tipo de delirio profètico en otros persona­jes históricos judíos, como por ejemplo Isaac Abravanel (Editions du Cerf. París, 1992), quien era ca­beza de la comunidad judía en Es­paña antes de la expulsión de 1492 y que se convirtió en uno de los hé­roes míticos judíos de origen ibéri­co. Abravanel expresó también muy explícitamente la venganza del pueblo de Israel contra la cristian­dad y llamó, ya, “a todas las nacio­nes a llevar la guerra contra el país de Edom” (visión de Obadíah, pág. 256, en Génesis, 20, 13).
Para aquellos que todavía se preguntan sobre las razones de ese odio secular, he aquí una pequeña explicación: “Está próximo el día en que el eterno se vengará de to­das las naciones que han destrui­do el Primer Templo y que han so­metido a Israel en el exilio. Y a ti también, Edom, como tú has he­cho cuando la destrucción del Se­gundo Templo, conocerás la espa­da y la venganza (Obadíah)... To­da la liberación prometida a Israel y asociada a la caída de Edom” (pág. 276, Lamentaciones, 4, 22).
Este odio vengativo de veinte si­glos también ha sido expresado por el filósofo Jacob Talmon, quien es­cribió en 1965: “Los judíos tienen cuentas sangrientas y muy anti­guas para arreglar con el Occiden­te cristiano”. Pierre Paraf, ex pre­sidente de LICA (Liga Contra el An­tisemitismo), recuerda, por boca de un personaje de su novela reeditada en el año 2000: “Tantos de nues­tros hermanos, marcados por la rueda, gimen bajo el látigo del cristiano. ¡Gloria a Dios! Jerusalén los reunirá un día; ¡ellos ten­drán su revancha!” ¡Dos mil años de odio! ¡Es preciso creer que ese pueblo tiene un rencor tenaz!

Estamos efectivamente bastante lejos de los clichés del “pobre pequeño judío perseguido” vehiculizado por el cine. ¿Puede acreditarse, finalmente, la idea comúnmente admitida, o el “pre­juicio”, de que “los judíos quie­ren dominar el mundo”?

HR: — No tengo ideas persona­les al respecto, y me limito a anali­zar lo que está escrito. En conse­cuencia, no puedo afirmar que se trate de una disposición general de conjunto de los intelectuales judíos. Pero esta idea ha sido expresada por algunos de ellos. El libro de Abravanel confirma esta interpreta­ción, en base a textos bíblicos: “En la época mesiánica Schmouel pensó que todas las naciones serían sometidas a Israel, conforme a lo que está escrito: «Su imperio se extenderá de un mar a otro y del río hasta las extremidades de la tierra» (Zacarías, 9, 10)” (pág. 181). “Cuando llegue la libera­ción, reinará un rey de la casa de David” (pág. 226). En eso consis­tirá “la gran paz que reinará sobre la tierra en la época del Rey-Mesías” (pág. 198). Aquí tenemos la confirmación de que ¡Israel milita por la “paz”!
En “Flamees juíves”, novela aparecida en 1936 y reeditada en 1999 por Les Belles Lettres, Camille Marbo cuenta también la his­toria de jóvenes judíos marroquíes que dejan su barrio judío en Ma­rruecos en los años '20 para insta­larse en Francia. Allí se habla explí­citamente de “conquista del mun­do por Israel” (pág. 10). Más ade­lante encontramos estos pasajes: “Israel debe gobernar el mundo, dice Daniel... Se tiene miedo de nosotros, repetía el viejo Benatar, porque no somos de la raza de los profetas” (pág. 18); “No es toda­vía nuestra generación la que pue­de conquistar la cristiandad. Us­tedes podrán poner los funda­mentos y sus hijos estarán al pie de la obra. Ellos se mezclaron con los cristianos. Israel maneja­rá el mundo así como debe hacer­lo” (pág. 126). También hay otros textos sobre el tema.

La voluntad de instaurar un go­bierno mundial ¿no es entonces un delirio de “iluminados”, como diría Taguieff?

HR: — Es muy cierto que todo está puesto en marcha para hacer­nos renegar de nuestras raíces, nuestras tradiciones, nuestra histo­ria, nuestras familias, nuestras pa­trias, a fin de hacernos aceptar me­jor la sociedad “abierta” querida por los espíritus cosmopolitas y la idea de un gobierno mundial. Alain Finkielkraut ha insistido sobre este punto: “El Mal, escribe, viene al mundo por las patrias y por los patronímicos”.
El hombre posmoderno debe cesar de “perseguir los rastros del pasado en sí mismo y en los otros”. Su título de gloria, “es el de ser cosmopolita, y de ir a la guerra contra el espíritu localis­ta”. A partir de aquí, se puede por fin admitir la idea de una “confede­ración planetaria”, como desea el sociólogo Edgar “Morin” en todos sus libros o, más aún, trabajar para la instauración del gobierno mun­dial, así como lo expresa Jacques Attali: “Después de la instalación de las instituciones continentales europeas aparecerá, puede ser, la urgente necesidad de un gobierno mundial” (“Dictionnaire du XXe. siècle”).
Todo lo cual, con toda eviden­cia, no impedirá que el célebre ca­zador antifascista Pierre-André Ta­guieff se indigne por las elucubra­ciones antisemitas y pretenda que la idea de la dominación mundial es una aberración o una “superche­ría”.

También se oye decir con fre­cuencia que el antisemitismo es una enfermedad mental...

HR: — Desde que el fenómeno queda inexplicado, y que los judíos son inocentes, el problema no pue­de lógicamente venir más que de los goïm. Escuchemos este testi­monio de Yeshayahu Leibowitz, fi­lósofo de las religiones, tomado del libro “Portraits juifs”: “Se trata de un fenómeno históricamente incomprensible. Para mí, el antise­mitismo no es un problema de los judíos sino de los go'im”. En el pri­mer tomo de sus “Memorias”, Elie Wiesel escribió a su vez: “Yo no es­taba lejos de decirme: es su pro­blema, no el nuestro”.
La explicación por la perturba­ción mental de los antisemitas apa­rece frecuentemente en la pluma de los intelectuales judíos. El libro de Raphaél Drai, “identité juive, identité humaine”, publicado en 1995, retoma esta idea: “El antisemita presta al judío las intenciones que él mismo alimenta por su lado... La dimensión psicopatológica de tal construcción debe retener la atención... Los judíos puestos en acción son judíos proyectivos; la imagen «judaizada» es propia del delirio de los antisemitas”.
El escritor ruso Vassili Grossman, ha expresado igual idea: “El antisemitismo, dice, es el espejo de los defectos de un hombre in­dividualmente, de las sociedades civiles, de los sistemas estatales. Dime eso de lo que tú acusas a los judíos y yo te diré cuál es tu pro­pia culpa. El nacionalsocialismo, cuando adjudicaba al pueblo judío rasgos como el racismo, la volun­tad de dominar el mundo o la in­diferencia cosmopolita para su patria alemana, de hecho ha dota­do a los judíos de sus propias ca­racterísticas”.
En suma, se habrá comprendi­do, el antisemita arroja sobre los ju­díos sus propias taras. A ese nivel ya eso ingresa efectivamente en el dominio de la psicoterapia. ¡Queda por saber si verdaderamente es el goím el que la necesita más!


David Banon, “Le Messianisme”, Presses universitaires de Fran­ce, 1998; Edgar Morin, “Un nou­veau commencement”, Seuil, 1991; Jacques Attali, “L'Homme nomade”, Fayard, 2003; Elie Wie­sel, “Mémoires”, tomo II, Editions du Seuil, 1996; George Steiner, “De la Bible à Kafka”, Bayard, 1996; Emmanuel Lévinas, “Diffici­le liberté”, Albin Michel, 1963; André Glucksmann, “Le Discours de la haine”, Pion, 2004; Shmuel Trigano, “L’Ideal démocratique... á l’épreuve de la Shoah”, Editions Odile Jacob, 1999; Herlinde Loebl, “Portraits juifs”, L'Arche editor, Francfort, 1989; Elie Wiesel, “Mé­moires”, tomo I, Le Seuil, 1994; Raphaël Drai, “Identité juive, iden­tité humaine”, Armand Colin, 1995; Vassili Grossman, “Vie et destin”, 1960, Ed. Julliard, Pocket, 1983; “Les esperances planétriennes”, 2005.