domingo, 15 de marzo de 2015

LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA TRANSMITIDA POR MONS. DR. JUAN STRAUBINGER



F

FALSOS PROFETAS:
"A los falsos profetas, dice Jesús se les conoce por sus frutos (Mat. 7,16), que consisten, según S. Agustín, en la adhesión de las gentes a ellos mismos y no a Jesucristo".
(Coment. a Jn 15, 16)


FARISEOS:
Para entender perfectamente el Evangelio, es preciso que en primer término conozcamos el ambiente histórico que rodea a la persona del Salvador, ante todo, las tendencias religiosas y políticas que agitaban aquella época. Había entonces entre los judíos, además de algunas sectas de menor importancia, dos partidos, en los que se concretaban, como en dos polos, tanto las energías nacionales del pueblo judío como su mentalidad religiosa: los fariseos y los saduceos.
Prescindamos de los saduceos que más tarde nos han de ocupar, así como vamos a pasar en silencio la clase de los escribas, mencionados a menudo juntamente con los fariseos, no constituyendo un partido político, sino un grupo profesional, los escribas eran los que sabían escribir y leer y explicaban la Ley de Moisés, como lo expresa su nombre y más aún su título de “rabí”. Lo que no excluye que la mayoría de ellos políticamente se declaraban a favor de los fariseos.
Ya el nombre de “fariseos” que significa los segregados, marca el rumbo del partido. Segregándose de la masa que vivía en ignorancia religiosa y política, los fariseos aspiraban a la realización de la Ley de Moisés y de las “tradiciones de los mayores”, las cuales desgraciadamente a veces no eran más que una deformación de la Ley.
Por primera vez ocurre el nombre de los fariseos a mediados del segundo siglo en la época del Macabeo Jonatán (160-143). Es el famoso historiador judío Flavius Josefus el que los reduce a ese tiempo (Ant. XIII 5, 9), siendo probablemente los predecesores de ellos los llamados “asideos” (piadosos), que eran hombres de los más valientes de Israel y celosos todos de la Ley (I Mac. II, 42), pero que fueron perseguidos por Alcimo (I Mac. VII, 16).
Ya bajo el gobierno de Juan Hircano (135-104) los fariseos lograron subir al poder, pero sin alcanzar a mantenerse; al contrario, el tirano Hircano, después de someter a los idumeos y derrocar el templo de los samaritanos en el monte Garicim, renegó enteramente de las costumbres de sus padres, adoptando una conducta contraria a la Ley; lo que provocó la resistencia encarnizada de los mismos fariseos que antes fueron sus más valientes compañeros de armas.
El segundo sucesor de Juan Hircano, Alejandro Janeo intentó vencer definitivamente la resistencia de los rebeldes, desencadenando una persecución terrible contra los fariseos, los cuales no sólo sucumbieron sino acabaron por ser objeto de las torturas más exquisitas ya que ochocientos de ellos fueron crucificados en el momento en que el rey celebraba la fiesta triunfal. Pero las víctimas se vengaron, no dando tregua al triunfador, ni de día ni de noche, de modo que el rey atormentado de remordimientos antes de su muerte aconsejó a su mujer Alejandra reconciliarse con sus adversarios para no perder el trono. La viuda Alejandra (76-67) accediendo al deseo del moribundo, llamó a los fariseos al gobierno, entregando a la vez, la dignidad de sumo sacerdote a su propio hijo Hircano II. Este Hircano es el primer sumo sacerdote que dependía del partido de los fariseos.


Deben, pues, los fariseos la subida al poder a su incontestable heroísmo; a su valentía en las batallas; a su tenacidad y fanatismo. No es menester acentuar que la aureola de héroes les valió un prestigio extraordinario a los ojos del pueblo judío. Por tanto no es extraño si algunos a los fariseos les llaman los nacionalistas, tradicionalistas, conservadores, patrióticos, celosos, mientras que los saduceos más o menos corresponden a los liberales y masones de nuestra época. El ideal de los fariseos era reconstruir y conservar la nación sobre el fundamento de las tradiciones y costumbres de los padres. De aquí su lucha contra los extranjeros, los Romanos, que desde el año 63 dominaban en Palestina. De aquí también su trágica enemistad a Jesús, el verdadero Salvador de su gente. No cabe duda que Jesús habría podido ganar a los fariseos, si se hubiese adherido a las aspiraciones nacionales de ellos. Pero ¿cómo entonces se habría realizado el reino de Jesucristo? En lugar del Mesías del género humano, habría resultado sólo un Mesías político de la nación judía. Precisamente por sus falsas ideas políticas, nacionalistas y racistas chocaron los fariseos con el Mesías, pues esperaban con todas las fibras del corazón, y aún siguen esperando hoy día la reunión de los dispersos restos del pueblo judío.
Además de cultivar un extremo nacionalismo, los fariseos se enredaban en un tradicionalismo religioso no menos extremo, que tarde o temprano tenía que provocar un conflicto con el Señor. Las tradiciones fomentadas por los fariseos, por varios conceptos no estaban de acuerdo con la Ley de Moisés ni con los demás profetas; al contrario, muchas de ellas pugnaban con la religión legítima de Israel. ¡Cuántas veces Jesucristo intentaba persuadir a sus enemigos cegados de que las tradiciones a las cuales se aferraban, estaban en pugna con la religión que no consiste en mil preceptos sutiles sino en “espíritu y vida” (Juan VI, 63). Aquí se manifiesta la vinculación funesta con los escribas que no se cansaban de inventar nuevos preceptos, nuevas fórmulas, nuevas cargas para los hombros de la pobre gente, sin que ellos mismos las tocasen con la punta del dedo (Luc. XI, 46).
Nótese bien: No era la escasez o falta de fe en lo que consistía el pecado de los fariseos, sino antes la ampliación y exageración de la fe mediante las tradiciones. Contrariamente a los saduceos creían en la inmortalidad del alma, en la vida eterna, en la existencia de los ángeles, en la libertad de la voluntad humana; lo que los caracteriza como la crema del pueblo judío. ¡Qué tragedia de la suerte! ¡Considerándose a sí mismos como los hijos legítimos de la fe de Abrahán, desfiguraban la fe a expensas del espíritu hasta tal punto que no comprendieron más la doctrina de la vida interior que Jesús predicaba.
Es el Evangelista Marcos el que en el séptimo capítulo de su Evangelio destaca de manera clarísima el uso supersticioso que hacen las fariseos de las tradiciones, y al revés el descuido de la observancia de los mandamientos de Dios que cometían sin pestañar: “Porque los fariseos, como todos los judíos, nunca comerán sin lavarse a menudo las manos, siguiendo la tradición de los mayores. Y si habían estado en la plaza, no se ponían a comer sin lavarse primero; y observan otras muchas ceremonias que habían recibido por tradición, como las purificaciones de los vasos, de las jarras, de los utensilios de metal y de los lechos” (Marc. VII, 3-4).
¡Cómo, por ejemplo, los fariseos degeneraban el sábado! Cuando, un día sábado, los discípulos, teniendo hambre, empezaron a coger espigas y comer los granos; o cuando el Señor curó en el día de sábado a un hombre que tenía seca la mano, consideraban tal hecho como obra servil y pecado mortal. En verdad, quien cree que el hombre se hizo para el sábado, y no el sábado para el hombre; quien en día de sábado, saca fuera una oveja de la fosa, y no un hombre, ignorando que un hombre vale más que una oveja; quien no se deja enseñar ni siquiera por “argumenta ad hominem”, tal hombre no se puede convertir.
¿Es de extrañar, pues, que los fariseos pagasen diezmos hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del comino (Mat. XXIII, 23), y que llevasen las Palabras de la Ley de Moisés en filacterias o trocitos de pergamino, en las cuales estaban escritas sentencias de la Ley mosaica (Mat. XXIII, 5)?
Los pergaminos cuidadosamente plegados y colocados en cajitas de cuero se ataban a la frente y al brazo izquierdo, en cumplimiento de las malinterpretadas palabras: “Y será como una señal de tu mano, y como un recuerdo ante tus ojos, a fin de que la Ley del Señor esté siempre en tu boca” (Éx. XIII, 9), así como las franjas que llevaban los fariseos en las cuatro extremidades del manto, traen su origen de Num. XV, 38-39: “Habla con los hijos de Israel, y les dirás que se hagan unas franjas en los remates de sus mantos, poniendo en ellos listones de jacinto, para que viéndolas se acuerden de todos los mandamientos del Señor, y no vayan en pos de sus pensamientos, ni pongan sus ojos en objetos que corrompan su corazón”.
De tal formalismo no tendríamos que hablar, si no hubiese sido acompañado de una vanidad más que arrogante. Los fariseos son los “ciertos hombres que presumían de justos y despreciaban a los demás” (Luc. XVIII, 9); son “los hipócritas, que de propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres” (Mat. VI, 5), y “que desfiguran sus rostros, para mostrar a los hombres que ayunan” (Mat. VI, 16) y “todas sus obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres” (Mat. XXIII, 5).
Todavía hoy vibra en nuestros oídos el ay lastimero con que Jesús anatematizó al farisaísmo: “¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia más rigurosa. ¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! porque andáis girando por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil, y después de convertido, le hacéis digno del infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros guías ciegos! que decís: El jurar uno por el templo no es nada, más quien jura por el oro del templo, está obligado” (Mat. XXIII, 14-16).
¡Basta con esto! De veras; nunca había entre hombres más antagonismo que el que separaba a Jesús de los fariseos; jamás las divergencias de opiniones eran tan inconciliables como entonces en Palestina. El choque fue inevitable; pero la Divina Providencia dejó el primer triunfo a los fariseos, para reservar el triunfo final a la causa de Jesucristo. Y no se olvide jamás: el que abrió camino más ancho a la verdad cristiana, fue fariseo: San Pablo.
Los fariseos han muerto. Con la caída de Jerusalén, en el año 70, decayó por siempre el sueño dorado de los fariseos de Palestina. Miles y miles de los que asesinaron a Jesucristo, murieron clavados en las cruces, con que el vencedor romano había rodeado la ciudad santa; el resto se vendió en el mercado de esclavos en Hebrón. Pero no murió el fariseísmo. Vive todavía el formalismo de los fariseos en el Talmud y otros libros judíos; vive su materialismo religioso, su odio a Jesucristo y su fanatismo. El “Sionismo” que está llevando a los judíos a Palestina, no es más que el último resabio del farisaísmo.
¿Y el fariseísmo entre los cristianos? No hablemos de este triste capítulo. Sin duda: donde domina un formalismo o materialismo religioso, allá florece el fariseísmo. Y así como los fariseos se consideraban como la flor del judaísmo, los fariseos de hoy se tienen por buenos cristianos.
(Revista Bíblica n° 1, págs. 15 ss.)
La educación farisaica es la doctrina de la suficiencia humana, que olvida la necesidad de la gracia; no sólo es funesta para el soberbio que se cree bueno, sino también para el tímido y aún para todo humilde que se sabe malo, pues éste sentirá que para arrepentirse tiene que mover una montaña, y no comprenderá que si al enemigo que huye se le da puente de plata, al enemigo que vuelve se le da puente de oro. Si un padre ve que su hijo ausente empieza a pensar en volver, ¿querrá acaso presentarle la empresa como difícil o, al contrario, temblará de miedo de que se desanime y no regrese al hogar? ¿No es esto último lo que enseña Dios al mostrarse como el Padre que se anticipa al encuentro del hijo pródigo? (Luc. XV, 20)
(Espiritualidad Bíblica, Bs. As., 1949)


FE:
La fe firme, que nunca vacila, es la que se apoya sobre las Palabras de Jesús como sobre una roca que resiste a las tormentas. Otra vez afirma el Señor que no basta oír su palabra, sino que es necesario conservarla en el corazón (véase Salmo 118, 11  nota), comparando con una casa sin cimientos a quienes sólo “escuchan” su doctrina; porque éstos demuestran no haberla comprendido, según enseña El en la fundamental Parábola del Sembrador. Véase Mat. 13,1 ss. y sus notas.
(Coment. a Luc. 6,47).
Repetidas veces Jesús inculca a sus discípulos la obligación de manifestar la fe e irradiarla en todas las oportunidades; de lo contrario Dios nos quitará lo que poseemos, es decir, la misma fe. Vemos así cuán ociosa es la pregunta sobre si es necesario hacer actos de fe, puesto que ella ha de ser la vida del justo, según enseña San Pablo (Rom. 1,17; Gál. 3,11; Hebr. 10,38). Cfr. Hab. 2,4.
(Coment. a Luc. 8,16)
La fe excede infinitamente todo poder humano. Y si el mundo no le da tanta importancia es porque, como dice S. Ambrosio, “el corazón estrecho de los impíos no puede contener la grandeza de la fe”. Véase Mat. 9,22; Marc. 5,34; Luc. 7,50; 8,48; 17,19, 18,42, etc.
(Coment. a Hech. 3,16)
No es cosa fácil creer de veras que Dios es bueno y nos ama. Pero esa cosa es precisamente lo único que se nos pide: cuando Pedro empezaba a dudar se hundía (Mat. 14,30 s.; cf. Mat 6,30; 8,26; 16,8). De ahí que sea tan precioso el trato continuo con las divinas Escrituras, pues con la Palabra de Dios se alimenta y crece esa fe, según lo enseñan tantas veces S. Pedro y S. Pablo y según lo vemos aquí mismo en los vv. 4,5,8,9,12 y 14.
(Coment. a S. 24,3)
Procedimiento infalible para llegar a tener la fe: Jesús promete la luz a todo aquel que busca la verdad para conformar a ella su vida (I Juan I, 5-7). Está aquí, pues, toda la apologética de Jesús. El que con rectitud escuche la Palabra divina, no podrá resistirle, porque “jamás hombre alguno habló como Éste” (v. 46). El ánimo doble, en cambio, en vano intentará buscar la verdad divina en otras fuentes, pues su falta de rectitud cierra la entrada al Espíritu Santo, único que puede hacernos penetrar en el misterio de Dios (I Cor. 2, 10 ss.). De ahí que, como lo enseña San Pablo y lo declaró Pío X en el juramento antimodernista, basta la observación de la naturaleza para conocer la existencia del Creador eterno, su omnipotencia y su divinidad (Rom. 1,20); pero la fe no es ese conocimiento natural de Dios, sino el conocimiento sobrenatural que viene de la adhesión prestada a la Verdad de la palabra revelada “a causa de la autoridad de Dios sumamente veraz” (Denz.21-45). Véase 5, 31-39 y notas.
(Coment. a Jn. 7, 17).
La fe viene del poder de la palabra evangélica (Rom. 10,17), la cual nos mueve a obrar por amor (Gál. 5,6). La oración omnipotente de Jesús se pone aquí a disposición de los verdaderos predicadores de la palabra revelada, para darles eficacia sobre los que la escuchan.
(Coment. a Jn. 17,20)
La fe es un tesoro que llevamos en vasijas de barro, por lo cual a cada rato necesitamos cerciorarnos de que no la vamos perdiendo cada día, sin darnos cuenta, por haberse roto la vasija al contacto del mundo y de su atrayente espíritu, que es contrario al Evangelio y constantemente tiende a deformar la fe, dejándonos sólo la apariencia de ella. De ahí que la fe necesita ser probada como el oro en el crisol (I Pedr. 1,7; cfr. IV Esdr. 16,74), y Dios enseña también bondadosamente por boca del mismo San Pablo, la suma conveniencia de que seamos nosotros quienes nos preocupemos por mantener viva esa fe que tan fácilmente se adormece (véase 13,5; I Cor. 11,31). De lo contrario El se vería obligado a mandarnos pruebas de carácter doloroso, en tanto que nosotros podemos hacerlo con insuperable dulzura por el contacto continuo de nuestro pensamiento con la divina Palabra, la cual nos mantiene atentos a la verdadera realidad, que es la sobrenatural, oculta a nuestros sentidos y tan ajena a las habituales preocupaciones del hombre de hoy. Así es como la divina Palabra libra de las pruebas, según enseñó Jesús. Cfr. Juan 15,2 s. y nota.
(Coment. a II Cor. 4,7).
La fe es, pues, más que una creencia; es un saber. En el lenguaje usual, que ha depravado tantas cosas sagradas, “yo creo”, significa “opino, sospecho, me parece”. En la vida religiosa y espiritual no se podría decir, por ejemplo: opino que el mundo fue creado por Dios, y me parece que la Biblia dice la verdad y que el Padre me envió su Hijo para que fuese mi salvación porque yo estaba perdido, y supongo que Jesús volverá un día, etc. Job (19,25) dice, con una fuerza inmensa: “Yo sé que vive mi Redentor y me ha de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he de ser revestido de esta piel mía y en mi carne veré a mi Dios, a quien he de ver yo mismo en persona y no otro”. Es decir, no sólo tengo la certeza de esto, sino que lo afirmo exteriormente; lo sé con mayor firmeza que lo que me dicen mis sentidos, pues éstos pueden engañarme pero la Palabra de Dios no. Y por eso, el saberlo, significa confiarme en ello sin límites, apoyando y arriesgando todo sobre esa verdad. Y el afirmarlo, significa sostenerlo, difundirlo y dar testimonio hasta el fin de la vida y hasta dar la vida (Mat. 10,22; 24,13) –mártir significa en griego testigo- puesto que el bien de saber y poseer lo definitivo no puede compararse con ningún otro bien transitorio. Esta certidumbre de la fe es la condición para llegarse a Dios, y bien se explica que así sea, pues de lo contrario sería ofender a Dios negándole crédito o dudando de su palabra. De ahí que nada sea más necesario que el examen de conciencia sobre la sinceridad de nuestra fe…que es tal vez el único que nunca hacemos suficientemente. Véase II Cor. 13,5 y nota; Hebr. 10,22; Ef. 3,12; Sant. 1,6 s.; Mat. 17,20; Marc. 11,23, etc. Cristo habló y sabemos que es fiel y podemos adherirnos sin peligro a todo cuanto El ha dicho (Tito 1,2).
(Coment. a II Tim. 1,12).


FIDELIDAD:
La fidelidad del hombre a Dios, lejos de ser un favor que a El le hacemos, es un favor, el más grande, que recibimos de El (Denz. 199).
(Coment. a I Cor. 7,25).