domingo, 1 de marzo de 2015

LA ESPIRITUALIDAD BÍBLICA TRANSMITIDA POR MONS. DR. JUAN STRAUBINGER




D


DEMONIOS:
El que por primera vez se entera del descubrimiento de Pasteur sobre los gérmenes infecciosos que pululan por todas partes, siente como una reacción que lo hace ponerse a la defensiva, movido por el instinto de conservación. San Pablo, que ya nos enseñó cómo las cosas de la naturaleza son imágenes de las sobrenaturales (Rom. 1,20), nos revela aquí, en el orden del espíritu lo mismo que Pasteur en el orden físico, para que podamos vivir a la defensiva de nuestra salud contra esos enemigos infernales, que a la manera de los microbios, no por invisibles son menos reales, y que como ellos nos rondan sin cesar buscando nuestra muerte. Véase I Pedr. 5,8. Nótese que estos demonios son llamados príncipes y potestades. Jesús los llama ángeles del diablo. (Mt. 25,41). Véase 2,2 y nota; Juan 12,31; 14,30; Col. 1,13. ¿No es cierto que pensamos pocas veces en la realidad de este mundo de los malos espíritus, donde están nuestros más peligrosos enemigos? Véase I Pedr. 5,8; II Cor. 2,11. La Sagrada Escritura nos enseña que Satanás será juzgado definitivamente al fin de los tiempos (Apoc. 20,9).
(Coment. a Ef. 6,12).


DESEOS:
El Ángel Gabriel, de parte de Dios, elogia por dos veces al profeta Daniel llamándole “varón de deseos”. Los que desean, pues, los ambiciosos, los que agradan a Dios brindándole ocasión de favorecerlos, y no lo ofenden mirando sus dones con indiferencia, ésos son los privilegiados en recibir, y María lo expresa de un modo lapidario al final del Magníficat: “A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los dejó sin nada” (Luc. 1,53)
(Job, un libro de consuelo. Ed. Guadalupe. Bs. As., 1945)


DESESPERACIÓN:
En la parábola de los dos hermanos (Mat. XXI, 28 ss) vemos que el primero promete y no cumple; y el otro, que se niega, se arrepiente luego y cumple. Jesús muestra aquí que lo que vale no es el acto primero, la reacción del momento; pues ésta puede ser un impulso irreflexivo de nuestro temperamento. Lo que vale es lo que hace uno después, cuando está solo, frente a su conciencia. Y ¡oh misterio! el que dijo que no obedecería, obedeció, y el que dijo que sí, desobedeció, como Pedro cuando prometió dar la vida por Jesús, y a las pocas horas negó conocerlo.
Todos tenemos en nuestro interior dos hombres distintos y contradictorios: carne y espíritu. Lo importante no es el extravío del momento, del que luego nos compungimos en nuestro aposento (Sal. IV, 5). Lo grave es tomar en aquellos momentos de extravío, resoluciones definitivas que coarten nuestra libertad ulterior, forzándonos a permanecer en el error. Lo grave es "el estado de pecado", que nos aleja de Dios de un modo permanente. De ahí que en estos momentos de meditación serena y lúcida, no turbada por "la fascinación de la bagatela” (Sab. IV, 12) es cuando hemos de resolver lo que afecta a nuestra conducta futura, y, si es necesario, "quemar las naves", como hizo Hernán Cortés, para que no fuesen ellas una ocasión de volver atrás.
En esto se conoce la recta intención del corazón, y sobre ello estriba el ejercicio de meditación que San Ignacio de Loyola llama de los "tres binarios". Es lo que en la Biblia se llama "preparar el corazón para poder obedecer al Señor" (véase I Rey, VII, 3; Esdr. VII, 10).
Por eso la primera palabra que Jesús decía siempre a todos, sin distinguir entre buenos y malos, era para prepararles el corazón, diciendo: "La paz sea con vosotros"; "no se turbe vuestro corazón". Porque sabía que ésta es la condición previa para todo lo demás, ya que la gran arma del Maligno es llevarnos o a la soberbia, o a la desesperación, a fin de apartarnos para siempre de nuestro Padre.
El primero que cayó en la trampa de la desesperación fue Caín, quien "se apartó del Señor", aunque El le dijo que nadie le haría daño. Nosotros  debemos saber mucho más que Caín: que nuestro Padre divino "es bueno con los desagradecidos y malos" (Luc. VI, 53). Medítese la parábola del Hijo Pródigo (Luc. cap. XV) y se verá con asombro cómo el Padre perdona generosamente al pecador, le da un traje nuevo y le ofrece un banquete. Y aún hace que el más perdonado sea el que más le ame (Luc. VII, 47). Recordemos ante todo que es la muerte redentora de Cristo y los méritos de Él, y no los nuestros, lo que borra nuestras culpas. "La Sangre de Jesús nos limpia de todo pecado" (I Juan I, 7; Efes. I, 7, etc.). Sólo necesitamos apartar nuestro pensamiento de la desesperación, sabiendo que es Dios quien nos da este suavísimo consejo: "No agites tu espíritu en tiempo de la oscuridad" (Ecli. II, 2).
(Espiritualidad Bíblica, 1949).



DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITUS:
Si bien reflexionamos, veremos que todos tenemos esa natural tendencia a creer que estamos en la verdad, simplemente porque nos la enseñó así nuestra madre inolvidable o nuestro querido padre o nuestro sabio párroco, etc. Pero Dios nos enseña, por boca de San Pedro, que hemos de estar dispuestos para dar en todo momento razón de la esperanza que hay en nosotros (I Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues la esperanza se funda en la fe, en las cosas que no se ven (Rom. VIII, 24). Es, pues, como si dijera: Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o desconfianza.
Con lo cual vemos que no es recta delante de Dios esa posición antes recordada que tiene un móvil puramente sentimental o humano, y que no significa certeza en el orden sobrenatural. Pues nuestra madre, por ejemplo, puede haber sido muy querida pero muy ignorante, y por lo demás, los hijos de una mahometana o de una japonesa shintoísta, etc., piensan sin duda con igual honradez que sus padres y sus maestros no pudieron engañarlos. Y como la fe no es tampoco una argumentación filosófica, sino el asentimiento prestado a la Palabra de Dios revelante, ¿qué haremos para examinar los espíritus, sino buscar todo el tiempo la confirmación de lo que creemos o esperamos o su rectificación en caso necesario para sanear verdaderamente nuestra fe de cualquier deformación proveniente de creencia popular o supersticiosa?
Más de una persona que quiere ser piadosa, se dedica a una piedad sentimental, y está convencida de que no será oída por Dios, sino recitando tal fórmula determinada, y esto delante de tal imagen determinada y no de otra, y en tal día y no en otro, y cree esto con tanta firmeza como si lo hubiese leído en el Evangelio, mientras ignora casi por completo las Palabras de vida que allí nos dejó nuestro divino Salvador.
A tal persona no le falta lo que se llama devoción es tal vez la más piadosa de la parroquia, pero sí, la recta espiritualidad. No sabe distinguir entre lo esencial y lo secundario, y así se trastorna en ella el orden de los valores, de modo que los de poco valor le parecen más importantes que los de primera categoría. Es porque esa alma se deja llevar, sin darse cuenta, de un espíritu pseudo-religioso, que es precisamente la mejor arma del diablo para corromper las almas piadosas.
Peor es el caso de los que tienen una religiosidad enfermiza, como aquella que San Pablo estigmatiza en II Tim. IV, 5-4, diciendo que habrá hombres, que "no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas". El Papa Benedicto XV cita este pasaje en la Encíclica “Humani Generis", donde exhorta a los predicadores a no ambicionar el aplauso de los oyentes, y agrega: "A éstos les llama San Pablo halagadores de oídos. De ahí esos gestos nada reposados y descensos de la voz unas veces, y otras esos trágicos esfuerzos; de ahí esa terminología propia únicamente de los periódicos; de ahí esa multitud de sentencias sacadas de los escritos de los impíos, y no de la Sagrada Escritura, ni de los Santos Padres". Agradecemos al Sumo Pontífice la franqueza con que azota aquí las faltas que algunos hacen en la predicación, con lo cual da a entender que las aberraciones espirituales de los fieles tienen su paralelo en las desviaciones de los predicadores.
La religiosidad de esta clase de cristianos es un problema. "Tendrán, como dice San Pablo, ciertamente apariencia de piedad, mas niegan su fuerza" (II Tim. III, 5), o sea, su espíritu. A la gran masa le gusta tal deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas "apariencias" piadosas, las más baratas posibles: en lo demás, libertad para vivir la vida, pues esos hombres son "amadores de los placeres más que de Dios" (II Tim. III, 4). ¡Con qué claridad San Pablo ha visto nuestro tiempo! Y le dio también el nombre que le corresponde: tiempo de apostasía, apostasía práctica, por supuesto, ya que las "apariencias" de piedad impiden la apostasía formal. La apostasía disfrazada es para el Apóstol de los Gentiles "el misterio de la iniquidad", del cual habla en II Tes. II, 7 ss., para abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos engañan bajo forma de piedad y aparatosa religiosidad, incluso apariciones.
¿Cómo podemos reconocer los falsos espíritus? ¿Cómo descubrir "los poderes de engaño" (II Tes. II, 11), que "con toda seducción de iniquidad" (ibíd. v. 10) y vestidos de "ángel de luz" (II Cor. XI, 14) corrompen la grey de Cristo, no exteriormente, sino interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo capítulo de la II Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la parábola de la cizaña (Mat. XIII, 24 ss.)?
El mismo Dios nos brinda en la Sagrada Escritura las armas defensivas contra los espíritus que falsifican la piedad, diciéndonos que hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de los espíritus malos. “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno" (I Tes. V, 21). “No queráis creer a todo espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios” (I Juan IV, 1).
Lejos de tener esa llamada fe del carbonero, que acepta ciegamente cuanto escucha (cómodo pretexto para no estudiar las cosas de Dios), debemos imitar a los primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en Berea, y siendo "de mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la palabra con gran ansia y ardor, examinando atentamente todo el día las Escrituras, para ver si era cierto lo que se les decía" (Hech. XVII, 11).
A los judíos que no le reconocían como Mesías, dice Jesús: "Escudriñad las Escrituras. . . ellas son las que dan testimonio de Mí" (Juan V, 39). Lo mismo diría El hoy a los que no conocen su fisonomía auténtica de Dios-Hombre o le destronan de su única posición de Mediador entre Dios y los hombres (I Tim. II, 5).
Escudriñad las Escrituras, leed los Evangelios, las Cartas de San Pablo, estudiad rasgo por rasgo la personalidad de Cristo, rumiad cada una de sus palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, y os inmunizaréis contra todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por apariencias. El atento lector del Evangelio está prevenido contra los falsos apóstoles y las apariencias de piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la religión cristiana, y cuanto más una devoción se acerca al centro tanto más es cristiana. Enfocando todas las cosas con la luz del Evangelio descubre él lo que es verdad y lo que es apariencia. Demos gracias a Dios que nos ha dado la antorcha de su palabra para orientarnos.
San Juan nos da un método muy sencillo para conocer y discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto: "Todo espíritu que confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del Anticristo" (1 Juan IV, 2-3). Es decir, todo lo que redunda en honor de Jesucristo y contribuye a la glorificación de su obra redentora, viene del buen espíritu: y todo lo que disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo desplaza de su lugar céntrico, procede del espíritu maligno, aunque se presente disfrazado como ángel de luz y obre señales y prodigios, (Mat. XXIV, 24; II Tes. II, 9). Pues todo falso profeta tiene dos cuernos como el Cordero (Apoc. XIII, 11), es decir, la apariencia exterior de Cristo, y sólo pueden descubrirlo los que son capaces de apreciar espiritualmente lo que es o no es palabra de Cristo.
(Espiritualidad Bíblica, Bs. As. 1949)


DOGMA TRINITARIO:
El Espíritu Santo procede del Padre y también del Hijo. Nuestra salvación fue objeto del envío del Hijo por el Padre, que nos lo dio; ahora anuncia Jesús que nuestra santificación va a ser objeto de la misión de otra Persona divina: el Espíritu Santo, que El enviará desde el trono del Padre. Dará testimonio de Mí, p. ej. en la Sagrada Escritura, que es por lo tanto un “tesoro celestial” (Conc. Trid.). Del testimonio del Espíritu Santo será inseparable la predicación y el testimonio de los Apóstoles porque por su inspiración hablarán.
(Coment. a Jn. 15,26).


DOLOR:
No nos inquietaremos por un poco de dolor –que nunca nos tienta más allá de nuestras fuerzas (I Cor. 10,13)- si de veras creemos y esperamos una gloria sin fin igual a la de Aquel que, por conquistarla para su Humanidad santísima y para nosotros, no obstante ser el Unigénito de Dios, sufrió en la cruz más que todos los hombres.
(Coment. a Rom. 8,18).
El bien por excelencia que el dolor nos trae, reside indudablemente en la saludable humillación que nos vuelve a la realidad. "En la aflicción, oh Señor, te buscaron; y la tribulación en que gimen es para ellos instrucción tuya" (Is. 26, 16).Porque ordinariamente vivimos —al menos el mundo vive así, y ¿quién no es más o menos del mundo?— vivimos en el mareo de una semiinconsciencia, que nos hace olvidar nuestra nada y nos lleva a la infatuación.
Vivimos, como dice el Sabio, en la "fascinación de la bagatela" (Sab. 4, 12), que oculta el verdadero bien. Entonces, tomando por realidades esas fugaces apariencias de aquí abajo, nos sentimos rebosantes de vida y de poder, sin darnos cuenta de que somos generales de cartón. Sin recordar que una teja caída sobre la cabeza, y aun la simple picadura de un mosquito infeccioso, pueden en un instante reducirnos a la impotencia. Para eso sirve de medicina precisamente el dolor: para recordarnos la verdad y volvernos a la realidad suavemente, o fuertemente, según los casos. Por lo general la prueba es progresiva, según enseña el libro de la Sabiduría, de modo que se librará de pruebas mayores quien sea pequeño y responda al primer llamado (Sab. 12, 1 ss.).De esto nos da un hermoso ejemplo el Salmo 38. El hombre, encogido por el dolor, se hace pequeño, diciendo al Señor: "A los recios golpes de tu mano desfallecía cuando me corregías." Y entonces confiesa humildemente: "Por el pecado castigas Tú al hombre"; y volviendo a la realidad termina: "Y haces que su vida se consuma como la araña. En vano se agita el hombre" (S. 38, 12).E inmediatamente vemos el fruto de oración y humildad que este remedio produce:
"Oye, Señor, mi oración y mi súplica; atiende a mis lágrimas; no guardes silencio; pues soy delante de Ti un advenedizo y peregrino, como todos mis padres. Afloja un poco conmigo, y déjame respirar, antes que yo parta y deje de existir" (v. 13-14).
¿No es cosa admirable el observar la técnica que el afligido sigue aquí con Dios, justamente a la inversa de lo que se hace con el mundo? Porque aquí, para recomendarse el hombre, en vez de alegar títulos, habla en tono humilde de sí y de su abolengo: pobre advenedizo... ¿Cómo no tenernos compasión, al ver que así confesamos nuestra impotencia y necesidad? Es ésta una de esas grandes e innumerables lecciones de psicología espiritual que descubrimos cuando meditamos la Sagrada Escritura.
¿Cuántos hay—digamos al pasar— cuántos hay entre los cristianos de hoy, que gocen habitualmente este sabor que derrochan las Escrituras para nuestro consuelo y enseñanza?

(Job, un libro de consuelo. Editorial Guadalupe. Bs. As., 1945)