viernes, 13 de marzo de 2015

EL FANATISMO – JAIME BALMES





Injusticia fuera tachar una religión de falsa sólo porque en su seno hubieran aparecido fanáticos: esto equivaldría a desecharlas todas; pues que no sería dable encontrar una que estuviese exenta de semejante plaga. No está el mal en que se presenten fanáticos en medio de una religión sino en que ella los forme, en que los incite al fanatismo o les abra para él anchurosa puerta. Si bien se mira en el fondo del corazón humano hay un germen abundante de fanatismo y la historia del hombre nos ofrece de ello tan abundantes pruebas que apenas se encontrará hecho que deba ser reconocido como más indudable. Fingid una ilusión cualquiera, contad la visión más extravagante, forjad el sistema más desvariado; pero tened cuidado de bañarlo todo con un tinte religioso y estad seguros de que no os faltarán prosélitos entusiastas que tomarán a pecho el sostener vuestros dogmas, el propagarlos y que se entregarán a vuestra causa con una mente ciega y un corazón de fuego; es decir tendréis bajo vuestra bandera una porción de fanáticos.
Algunos filósofos han gastado largas páginas en declamar contra el fanatismo, y como que se han empeñado en desterrarle del mundo, ora dando a los hombres empalagosas lecciones filosóficas, ora empleando contra el monstruo toda la fuerza de una oratoria fulminante. Bien es verdad que a la palabra fanatismo le han señalado una extensión tan lata que han comprendido bajo esta denominación toda clase de religiones; pero yo creo sin embargo que aun cuando se hubieran ceñido a combatir el verdadero fanatismo habrían hecho harto mejor, si no fatigándose tanto, hubiesen gastado algún tiempo en examinar esta materia con espíritu analítico, tratándola después de atento examen, sin preocupación, con madurez y templanza.
Por lo mismo que veían que éste era un achaque del espíritu humano, escasas esperanzas podían tener si es que fueran filósofos cuerdos y sesudos de que con razones y elocuencia alcanzaran a desterrar del mundo al malhadado monstruo; pues que hasta ahora no sé yo que la filosofía haya sido parte a remediar ninguna de aquellas graves enfermedades que son como el patrimonio del humano linaje. Entre tantos yerros como ha tenido la filosofía del siglo XVIII, ha sido uno de los más capitales la manía de los tipos: de la naturaleza del hombre, de la sociedad, de todo se ha imaginado un tipo allá en su mente; todo ha debido acomodarse a aquel tipo y cuanto no ha podido doblegarse para ajustarse al molde todo ha sufrido tal descarga filosófica que al menos no ha quedado impune por su poca flexibilidad.
¿Pues qué? ¿Podrá negarse que haya fanatismo en el mundo? Y mucho. ¿Podrá negarse que sea un mal? Y muy grave. ¿Cómo se podrá extirpar? De ninguna manera. ¿Cómo se podrá disminuir su extensión, atenuar su fuerza, refrenar su violencia? Dirigiendo bien al hombre. Entonces ¿no será con la filosofía? Ahora lo veremos.
¿Cuál es el origen del fanatismo? Antes es necesario fijar el verdadero sentido de esta palabra. Se entiende por fanatismo, tomado en su acepción más lata, una viva exaltación del ánimo fuertemente señoreado por alguna opinión o falsa o exagerada. Si la opinión es verdadera, encerrada en sus justos límites, entonces no cabe el fanatismo; y si alguna vez lo hubiere será con respecto a los medios que se emplean en defenderla; pero entonces ya existirá también un juicio errado en cuanto se cree que la opinión verdadera autoriza para aquellos medios; es decir que habrá error o exageración. Pero si la opinión fuere verdadera, los medios de defenderla legítimos y la ocasión oportuna, entonces no hay fanatismo por grande que sea la exaltación del ánimo, por viva que sea su efervescencia, por vigorosos que sean los esfuerzos que se hagan, por costosos que sean los sacrificios que se arrostren; entonces habrá entusiasmo en el ánimo y heroísmo en la acción pero fanatismo no; de otra manera los héroes de todos tiempos y países quedarían afeados con la mancha de fanáticos.
Tomado el fanatismo con toda esta generalidad se extiende a cuantos objetos ocupan al espíritu humano; y así hay fanáticos en religión, en política y hasta en ciencias y literatura; no obstante, el significado más propio de la palabra fanatismo, no sólo atendiendo a su valor etimológico sino también usual, es cuando se aplica a materias religiosas; y por esta causa el solo nombre de fanático sin ninguna añadidura expresa un fanático en religión; cuando al contrario si se le aplica con respecto a otras materias debe andar acompañado con el apuesto que las califiquen: así se dice fanáticos políticos, fanáticos en literatura y otras expresiones por este tenor.
No cabe duda que en tratándose de materias religiosas, tiene el hombre una propensión muy notable a dejarse dominar de una idea, a exaltarse de ánimo en favor de ella, a transmitirla a cuantos le rodean, a propagarla luego por todas partes llegando con frecuencia a empeñarse en comunicarla a los otros aunque sea con las mayores violencias.


Hasta cierto punto se verifica también el mismo hecho en las materias no religiosas; pero es innegable que en las religiosas adquiere el fenómeno un carácter que le distingue de cuanto acontece en esfera diferente. En cosas de religión adquiere el alma del hombre una nueva fuerza, una energía terrible, una expansión sin límites: para él no hay dificultades, no hay obstáculos, no hay embarazos de ninguna clase: los intereses materiales desaparecen enteramente, los mayores padecimientos se hacen lisonjeros, los tormentos son nada, la muerte misma es una ilusión agradable.
El hecho es vario según lo es la persona en quien se verifica, según lo son las ideas y costumbres del pueblo en medio del cual se realiza; pero en el fondo es el mismo: y examinada la cosa en su raíz se halla que tienen un mismo origen las violencias de los sectarios de Mahoma que las extravagancias de los discípulos de Fox.
Acontece en esta pasión lo propio que en las demás, que si producen los mayores males es sólo porque se extravían de su objeto legítimo o se dirigen a él por medios que no están de acuerdo con lo que dictan la razón y la prudencia: pues que bien observado el fanatismo, no es más que el sentimiento religioso extraviadosentimiento que el hombre lleva consigo desde la cuna hasta el sepulcro y que se encuentra como esparcido por la sociedad en todos los períodos de su existencia. Hasta ahora ha sido siempre vano el empeño de hacer irreligioso al hombre: uno que otro individuo se ha entregado a los desvaríos de una irreligión completa pero el linaje humano protesta sin cesar contra ese individuo que ahoga en su corazón el sentimiento religioso. Como este sentimiento es tan fuerte, tan vivo, tan poderoso a ejercer sobre el hombre una influencia sin límites, apenas se aparta de su objeto legítimo, apenas se desvía del sendero debido, cuando ya produce resultados funestos: pues que se combinan desde luego dos causas muy a propósito para los mayores desastres como son: absoluta ceguera del entendimiento y una irresistible energía en la voluntad.
Cuando se ha declamado contra el fanatismo, buena parte de los protestantes y filósofos no se han olvidado de prodigar ese apodo a la Iglesia católica; y por cierto que debieran andar en ello con más tiento, cuando menos en obsequio de la buena filosofía. Sin duda que la Iglesia no se gloriará de que haya podido curar todas las locuras de los hombres y por tanto no pretenderá tampoco que de entre sus hijos haya podido desterrar de tal manera el fanatismo, que de vez en cuando no haya visto en su seno algunos fanáticos; pero sí que puede gloriarse de que jamás religión alguna ha dado mejor en el blanco para curar en cuanto cabe este achaque del espíritu humano; pudiendo además asegurarse que tiene de tal manera tomadas sus medidas, que naciendo el fanatismo le cerca desde luego con un vallado en que podrá delirar por algún tiempo pero no producirá efectos de consecuencias desastrosas.
Esos extravíos de la mente, esos sueños de delirio que nutridos y avivados con el tiempo arrastran al hombre a las mayores extravagancias y hasta a los más horrorosos crímenes, se apagan por lo común en su mismo origen cuando existe en el fondo del alma el saludable convencimiento de la propia debilidad y el respeto y sumisión a una autoridad infalible; y ya que a veces no se logre sofocar el delirio en su nacimiento, se queda al menos aislado, circunscrito a una porción de hechos más o menos verosímiles pero dejando intacto el depósito de la verdadera doctrina y sin quebrantar aquellos lazos que unen y estrechan a todos los fieles como miembros de un mismo cuerpo. ¿Se trata de revelaciones, de visiones, de profecías, de éxtasis? Mientras todo esto tenga un carácter privado y no se extienda a las verdades de fe, la Iglesia por lo común disimula, tolera, se abstiene de entrometerse, calla dejando a los críticos la discusión de los hechos y al común de los fieles amplia libertad para pensar lo que más les agrade. Pero si toman las cosas un carácter más grave, si el visionario entra en explicaciones sobre algunos puntos de doctrina, veréis desde luego que se despierta el espíritu de vigilancia: la Iglesia aplica atentamente el oído para ver si se mezcla por allí alguna voz que se aparte de lo enseñado por el divino maestro: fija una mirada observadora sobre el nuevo predicador por si hay algo que manifieste o al hombre alucinado y errante en materias de dogma, o al lobo cubierto con piel de oveja; y en tal caso levanta desde luego el grito, advierte a todos los fieles o del error o del peligro y llama con la voz de pastor a la oveja descarriada. Si ésta no escucha, si no quiere seguir más que sus caprichos, entonces la separa del rebaño, la declara como lobo y de allí en adelante el error y el fanatismo ya no se hallan en ninguno que desee perseverar en el seno de la Iglesia.
Por cierto que no dejarán los protestantes de echar en cara a los católicos la muchedumbre de visionarios que ha tenido la Iglesia, recordando las revelaciones y visiones de los muchos santos que veneramos sobre los altares; echaránnos también en cara el fanatismo, fanatismo que dirán no haberse limitado a estrecho círculo pues que ha sido bastante a producir los resultados más notables. "Los solos fundadores de las órdenes religiosas, dirán ellos, ¿no ofrecen acaso el espectáculo de una serie de fanáticos que alucinados ellos mismos ejercían sobre los demás con su palabra y ejemplo la influencia más fascinadora que jamás se haya visto?" Como no es éste el lugar de tratar por extenso el punto de las comunidades religiosas, cosa que me propongo hacer en otra parte de esta obra, me contentaré con observar que aun dando por supuesto que todas las visiones y revelaciones de nuestros santos y las inspiraciones del cielo con que se creían favorecidos los fundadores de las órdenes religiosas no pasaran de pura ilusión, nada tendrían adelantado los adversarios para achacar a la Iglesia católica la nota de fanatismo. Por de pronto, ya se echa de ver que en lo tocante a visiones de un particular, mientras se circunscriban a la esfera individual, podrá haber allí ilusión y si se quiere fanatismo; pero no será el fanatismo dañoso a nadie y nunca alcanzará a acarrear trastornos a la sociedad. Que una pobre mujer se crea favorecida con particulares beneficios del cielo; que se figure oír con frecuencia la palabra de la Virgen; que se imagine que confabula con los ángeles que le traen mensajes de parte de Dios; todo esto podrá excitar la credulidad de unos y la mordacidad de otros; pero a buen seguro que no costará a la sociedad ni una gota de sangre ni una sola lágrima.
Y los fundadores de las órdenes religiosas ¿qué muestras nos dan de fanatismo? Aun cuando prescindiéramos del profundo respeto que se merecen sus virtudes y de la gratitud con que debe corresponderles la humanidad por los beneficios inestimables que le han dispensado; aun cuando diéramos por supuesto que se engañaron en todas sus inspiraciones podríamos apellidarlos ilusos mas no fanáticos. En efecto: nada encontramos en ellos ni de frenesí ni de violencia; son hombres que desconfían de sí mismos, que a pesar de creerse llamados por el cielo para algún grande objeto no se atreven a poner manos a la obra sin haberse postrado antes a los pies del Sumo Pontífice sometiendo a su juicio las reglas en que pensaban cimentar la nueva orden, pidiéndole sus luces, sujetándose dócilmente a su fallo y no realizando nada sin haber obtenido su licencia. ¿Qué semejanza hay, pues, de los fundadores de las órdenes religiosas con esos fanáticos que arrastran en pos de sí una muchedumbre de furibundos, que matan, destruyen por todas partes, dejando por doquiera regueros de sangre y de ceniza? En los fundadores de las órdenes religiosas vemos a un hombre que, dominado fuertemente por una idea, se empeña en llevarla a cabo aun a costa de los mayores sacrificios; pero vemos siempre una idea fija desenvuelta en un plan ordenado, teniendo a la vista algún objeto altamente religioso y social; y sobre todo vemos ese plan sometido al juicio de una autoridad, examinado con madura discusión y enmendado o retocado según parece más conforme a la prudencia. Para un filósofo imparcial, sean cuales fueren sus opiniones religiosas, podrá haber en todo esto más o menos ilusión, más o menos preocupación, más o menos prudencia y acierto; pero fanatismo no de ninguna manera, porque nada hay aquí que presente semejante carácter


 “El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea”. Tomo I, Cap. VIII.