miércoles, 11 de febrero de 2015

APUNTES DESDE LA TRINCHERA







Prosperidad

“Cuando un pueblo comienza a creer que la prosperidad es el premio de la virtud, es evidente que se aproxima una calamidad. Si se considera que la prosperidad y el éxito son la recompensa de la virtud, acabará por considerárselos como prueba y síntoma de la virtud” (G.K. Chesterton)
Parece que estas palabras reflejaran cada vez más lo que pasa en la Neo-FSSPX, con su política publicitaria a toda orquesta, exhibiendo estadísticas favorables de crecimiento, obras edilicias, videos promocionales, y todo esto envuelto en un clima de falsa simpatía, de sonriente cordialidad que mira hacia Roma, de palabras suaves y nada rudas ni chocantes. En fin, que se quiere mostrar todo ello como signo de la virtud que susbiste en la Neo-FSSPX y que ya no está en sus enemigos “desertores”. En definitiva, los liberales hunden cada vez más la congregación fundada por Mons. Lefebvre, llevándola cada vez más cerca de la calamidad anunciada por Chesterton en sus sabias palabras.


Presuntuosa Neo-FSSPX

Dentro de la grandilocuencia cada vez más desubicada de la Neo-FSSPX, nos ha llamado la atención una frase incluida en el video promocional del nuevo seminario de Virginia, en USA (a primera vista un “palacio de Disney”). Se dice allí: "Es el proyecto más importante de toda la Iglesia Católica". Casi nada, ¿verdad? La obra más importante de la Iglesia. Lo que encontramos allí es un orgullo presuntuoso por el que la Neo-FSSPX se ha hecho creer a sí misma –o quiere hacer creer a los demás- que gracias a ella y su nuevo y espectacular seminario va a salvar la Iglesia, pues el edificio “habla de Dios” y entonces cuanto más impactante el edificio, más santidad habrá e irradiará hacia afuera. El sentido “hollywoodense” de los yanquis, su amor por el “show” para impactar a las grandes multitudes, trasladado a una congregación religiosa quer ha perdido el Norte y de resistente que era a los males enquistados en la Iglesia ha devenido en su “Salvadora”. Escribió San Pablo: “Por tanto de buena gana me gloriaré en mis flaquezas, para que more en mí la virtud de Cristo” (2 Cor. 12,9). Lo de la Neo-FSSPX es lo contrario y se llama simplemente orgullo.


Más orgullo

Luego de escrito lo anterior, pudimos leer en un blog defensor de la Neo-FSSPX, el comentario de un lector que suscribe la línea editorial (por llamar de alguna manera la lisonjera publicidad que desde allí brota en tosco formato periodístico) del mismo. Dice este fraternitario que El obstáculo (katejon) es Lefebvre y su Fraternidad. Nada menos. Al traste con todas las interpretaciones de los Santos Padres y los teólogos destacados. Y al traste entonces con la FSSPX, porque si al fin el katejon va a ser retirado para que aparezca el Anticristo, toda esa grandilocuente propaganda exitosa que hacen de la Neo-FSSPX es al ñudo, ¿no les parece?



Estilos

El 25 de enero de 1959 Juan XXIII decía, cuando anunciaba la convocatoria del concilio, unas palabras que serían desde entonces muy recordadas: “Quiero abrir ampliamente las ventanas de la Iglesia”, infausta frase que ha servido de muletilla a cuanto liberal, modernista o zurdo que quería aggiornar la Iglesia y hacerla ir tras del mundo moderno, para justificar la transformación o falsificación de la Iglesia, pues esta debía ponerse a punto con los cambios y la evolución del mundo y dejar entrar “el aire puro y “fresco” que vendría “desde afuera”, es decir, del mundo moderno.
Recordamos también que en una de nuestras columnas desde esta misma trinchera, trajimos a colación el comentario algo jactancioso de Mons. Fellay cuando decía que los conciliares le habían abierto la puerta al mundo y había entrado una tormenta, la cual había destruido todo, mientras en la Fraternidad no. Y a continuación el mismo Mons. Fellay había insistido una y otra vez en asegurar que había que dejar las “puertas abiertas” con los romanos conciliares, obteniendo a cambio su correspondiente destrozo doméstico.
Es interesante el uso de esta expresión tan gráfica que justificaría un “bien” ubicado afuera, un bien que sólo estaba esperando que le facilitaran el acceso para entrar a repartir su influencia bienhechora. Eugenio d’Ors la utilizaba para referirse al impresionismo en el arte: “El impresionismo había ‘abierto las ventanas’ al aire libre, a la naturaleza, a su fluir incesante” (Pablo Picasso, Aguilar Ed., Madrid), estilo al que calificaba de “estilo de plumaje, estilo de ilusión, estilo de movimiento, estilo de la intensidad y de la frescura o impresionismo; canto del cisne romántico” (Cezanne, Aguilar Ed., Madrid). También habla en la misma obra del “Carnaval impresionista”, que porta en sí “indolencia y sensualidad, colores y voluptuosidad del color, sugestiones fáciles, amables impresiciones, una atmósfera que hurta cualquier debilidad del contorno, el juego de las apariencias en sustitución al arduo trabajo de la construcción, un subjetivismo frívolo, escamoteando el difícil conocimiento de los objetos y, con menosprecio de la madurez clásica, de cuanto es acabado y perfecto en la realización, el culto ardiente de la improvisación del instinto, del boceto, del croquis…y encima el placer y el sol, y el aire libre, y la dulce feminidad, y el equívoco desnudo y el medio-desnudo, más equívoco aún: todo esto llenando, desbordando, espumeando, durante un cuarto de siglo de arte y de exposiciones de arte”. Pedía luego d’Ors “pasar a la Cuaresma, antes de la Pascua del equilibrio”. Pero esto no se verificó, sino que más bien la enfermedad del subjetivismo afiebrado y femenil tornó cada vez en mayor medida hacia la abstracción, con los puentes surrealistas, fauvistas y cubistas en el medio y el desquicio aportado a Europa por la derrota mundial de la reacción en la segunda gran guerra, consecuencia de la cual el liberalismo degradante de las formas creció hasta tomar cuerpo en la fatídica década del ’60, cuando ya todas las formas artísticas con la tardía inclusión del cine y ya el surgimiento masivo de la televisión, resolvieron sumergirse en el desborde sensual que deploraba toda herencia o tradición recibida. Lo mismo aconteció con la Iglesia en esa década con el concilio Vaticano II y su “apertura de ventanas” que terminaría en un humanismo que, según confesión del mismo Paulo VI, tendría como centro al hombre.
Contra la sencilla afirmación de que el estilo barroco fue sin más una consecuencia de la Contra-Reforma, d’Ors prefiere enseñar que “en la dialéctica universal, si bien todo producto es signo, ningún signo agota el contenido auténtico de un colectivo estado de conciencia. Azar y necesidad histórica se entremezclan así en combinaciones tan sutiles que la misma crítica probabilista de un Cournot pierde entre ellas el oremus”. Cuán premeditado es el estilo del Vaticano II o el espíritu modernista en su despliegue post-conciliar, o influido primariamente por este mundo moderno con su estilo febrilmente movedizo, ambiguo y decadente, no puede quizás decirse. Pero en todo caso está claro que este intercambio fue facilitado y elevado por el concilio en el cual podría decirse que la Iglesia adoptó el estilo impresionista que halaga a las masas y les quita toda precisa delimitación y fijeza en su mirada, y por lo tanto definición. Los papas como Juan Pablo II o ahora Francisco son coherentes en su participación dócil a la corriente del estilo que conforme abandona la sumisión a la Tradición, busca ser del todo innovador y “original”, sometido a los vientos del mundo o la naturaleza sin la gracia. El estilo contradictorio de Benedicto XVI, en cambio, que sostuvo cierta apariencia tradicional con una doctrina moderna, no podría sino decirse que era de por sí contradictorio y absolutamente inauténtico, pues quería representar ante el mundo un modo de conciliación sin el espíritu verdaderamente tradicional que le diese vida a su estilo. Así acabó estrellándose ante la realidad: o se era modernista en todo, o se era de la tradición completamente. Hoy Francisco ha retomado la corriente vertiginosa del modernismo post-impresionista que deviene en Carnaval y no sólo metafóricamente (hay por lo menos una comparsa en un carnaval de Argentina que representó al mismo Francisco y su Nueva Iglesia). La degradación populachera alcanza así estatus de prestigio (la Misa Criolla en San Pedro, pero, ¿no se exhiben hoy toda clase de atrocidades en los museos?). Hoy el signo de identidad que ha llegado con Francisco es el estilo de la fealdad en la obra de Marc Chagall (Moishe Segal, 1887-1985), cuyas pinturas aparecen recurrentemente ilustrando el l’Osservatore Romano y a quien el mismo Cardenal Bergoglio dedicara sus más cálidos elogios. El mismo Francisco manifiesta su adscripción a este “estilo de movimiento” desbordante que no soporta  “cuanto es acabado” y tiene “el culto ardiente de la improvisación”: “Aquel que hoy buscase siempre soluciones disciplinares, el que tienda a la “seguridad” doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente recuperar el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva.» (Entrevista publicada en la revista Études, del 19 de septiembre de 2013). Y podemos leer la confirmación de esto que afirmamos en un reciente artículo de Le sel de la terre: “Adulado por los medios de comunicación por su lenguaje y sus gestos no conformistas, Francisco es juzgado como fino político por unos, mientras que otros ven en él a un peligroso iconoclasta que borra las líneas”.
¿Quizá pueda decirse que estos hombres que coparon la Iglesia buscan llevar a los católicos al estadio estético –donde en principio son formados por los Estados que han apostatado-, y en consecuencia les brindan pontificados para fieles “achiquilinados”, que viven sus vidas independientes de su libre albedrío, dominados por las impresiones y los “gestos” mediáticos ante audiencias multitudinarias? El peligroso iconoclasta y el fino político pueden darse la mano y entenderse hoy perfectamente. El simbolismo esotérico masónico no desdice de la impronta aduladora y frívola de los jerarcas de turno. Pero lo que sí podemos afirmar es que lo primero que debe hacerse ante tan colosal desmadre, es lo contrario de lo que han hecho Francisco y los papas conciliares, lo contrario de lo que ha hecho Mons. Fellay, esto es: debemos cerrar las puertas y las ventanas. Ahora bien, ¿para escondernos? No, no para quedarnos a oscuras, sino para –como pedía d’Ors y no se hizo- se encendiese una luz eterna. Para no claudicar ante la engañosa luz del mundo, sino para, portadores de “la Luz que vino a este mundo”, un mundo que no la quiso recibir, ser capaces de alumbrar desde un punto fijo, ya sea desde el ascetismo del guardarse en la oración del claustro, ya el de darse –atado al mástil de la cruz y la oración- en el apostolado sobre las aguas tumultuosas del mundo.  


“Soy tan católico como tú”

Quizás en esta expresión se encierre todo el problema del Sínodo sobre las Familias de la iglesia conciliar. En ese afán igualitario que el mundo quiere imponerle, todo aquel que entra a una iglesia debe ser capaz de decir al que tenga a su lado “Soy tan católico como tú”, es decir, “soy tan buen católico como tú” y por eso comulgo. ¿Por qué sino la insistencia con que se pretende dejar comulgar a los adúlteros, quienes precisamente no se caracterizan por llevar una vida devota? ¿En nombre de qué reclaman éstos el derecho a comulgar como hacen todos los demás? Si tanto aman la Eucaristía, ¿por qué no la reciben de rodillas y en la boca? Pero todas estas cuestiones no son de interés para esta gente que nunca pisa una iglesia y no cree verdaderamente, pues extraviados, quieren que la Iglesia acepte su extravío, en vez de asumir sus culpas y aceptar la misericordia de Dios que se les ofrece mediando la contrición y el apartamiento de las situaciones de pecado. Pero vemos en esa insistencia de querer pasar por encima de la ley evangélica y eclesiástica, un no asumido resentimiento hacia los que sí pueden recibir la comunión, como si se tratase de ciudadanos de primera y de segunda categoría. Indudablemente que los que cumplen la ley son una cosa, y los que la infringen son otra. Pero el igualitarismo democrático esto no lo tolera, pues debe ser “inclusivo”. La envidia de los segundos –estimulada por muchos años de regímenes democráticos igualitaristas- no los lleva, claro está, a imitar la virtud que podría caracterizar a los primeros –en caso de que esto fuese así-. Como en la parábola del hijo pródigo, pero al revés, es el hijo perdido que vuelve sin arrepentirse de nada, con las manos llenas de lodo y en mala compañía, desafiando a su Padre porque “soy tan católico como mi hermano” y queriendo vivir bajo el mismo techo pero conservando algunas prácticas desquiciadas adquiridas fuera de la casa paterna.
Para el igualitarismo nadie puede ser preferido de Dios, y aunque los Santos fueron sus mejores amigos, eso es historia antigua, hoy Dios nos acepta así como somos, aunque seamos homosexuales, divorciados vueltos a casar o lo que fuere. Eso sí: nada de ser corruptos, como dijo Francisco. Claro que de esta manera ya no habrá incentivos para ser mejores, no habrá santos que emular, pues los santos que se proponen como modelos son personas como todos, que no rechazan el mundo, abiertos, dialogantes, tolerantes y ecuménicos.
El único lugar donde todos son católicos es el Cielo. El día que el mundo pretenda esto, será en la nueva religión mundial bajo el reinado del Anticristo, preparada por la religión romana conciliar que abre sus puertas para todos los que dicen “soy tan católico como tú”, aunque los que digan esto en verdad no se lo crean, y sepan que están tratando de engañar al mundo, pero nunca podrán engañar a Dios.