jueves, 21 de agosto de 2014

R.P. TRINCADO - SERMÓN EN LA ASUNCIÓN DE LA SMA. VIRGEN MARÍA



Enseña el catecismo de San Pío X que en la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen, la Iglesia celebra el fin de la vida mortal de la Virgen María y su gloriosa asunción al cielo. Es dogma de fe, definido por el Papa Pío XII, que juntamente con el alma fue llevado también al cielo el cuerpo de la Santísima Virgen. 

La Santísima Virgen ha sido ensalzada u honrada sobre todos los coros de los Ángeles y sobre todos los Santos del Paraíso, como Reina de cielo y tierra porque es madre de Dios y la más humilde y santa de todas las creaturas.

Pregunta el catecismo: ¿Qué hemos de hacer en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen? Responde que debemos: 1° alegrarnos de su gloriosa Asunción y exaltación; 2° reverenciarla como Señora y como Abogada nuestra para con su divino Hijo; 3° pedirle nos alcance de Dios la gracia de llevar una vida santa y la de prepararnos de tal manera a la muerte que merezcamos su asistencia y protección en aquella hora, para tener parte en su gloria. Agrega que podemos merecer la protección de la Santísima Virgen imitando sus virtudes, especialmente la pureza y humildad.

El siguiente es el relato hecho por Sor María de Jesús de Ágreda, acerca de la Asunción de Nuestra Señora (extracto y adaptación de parte de los capítulos 21 y 22, libro 8°, parte III, de la obra "Mística Ciudad de Dios"): 

Al tercer día que el alma santísima de María gozaba de la gloria, manifestó el Señor a los santos (del cielo) su voluntad divina de que resucitase su sagrado cuerpo, para que en cuerpo y alma fuese elevada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar la resurrección general de los muertos. Entonces descendió del cielo el mismo Cristo nuestro Salvador, llevando a su derecha el alma de su beatísima Madre, con muchas legiones de ángeles y los padres y profetas antiguos.

Y llegaron al sepulcro en el valle de Josafat y habló el Señor a los santos y dijo: "Mi Madre fue concebida sin mancha de pecado para que de su virginal sustancia purísima y sin mácula me revistiese de la humanidad en que vine al mundo y lo redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y ella cooperó conmigo en las obras de la redención, y así debo resucitarla como yo resucité de los muertos, al mismo tiempo y a la misma hora, porque quiero hacerla semejante a Mí en todo". Todos los santos agradecieron este beneficio con nuevos cánticos de alabanza y gloria del Señor y los que se distinguieron especialmente fueron nuestros primeros padres Adán y Eva, y después de ellos Santa Ana, San Joaquín y San José, como quienes tenían particulares títulos y razones para engrandecer al Señor en aquella maravilla de su omnipotencia.

Entonces, con el imperio de Cristo su Hijo santísimo, la purísima alma de la Reina entró en el virginal cuerpo y le informó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa y comunicándole las cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza.  Luego salió María santísima en alma y cuerpo del sepulcro, sin remover ni levantar la piedra con que estaba cerrado. Y porque es imposible manifestar la hermosura, belleza y refulgencia de tanta gloria, no me detengo en esto. Me basta decir que, como la divina Madre dio a su Hijo santísimo la forma de hombre y se la dio pura, limpia, sin mancha e impecable para redimir al mundo, así también a Ella le dio el mismo Señor, en retorno de este don, una gloria y hermosura semejante a Sí mismo en esta resurrección.

Luego desde el sepulcro se ordenó una solemnísima procesión con celestial música por donde se fueron alejando hacia el cielo. Y sucedió esto a la misma hora que resucitó Cristo nuestro Salvador: el domingo inmediato después de media noche, aunque no pudieron percibir esto todos los Apóstoles, fuera de algunos que velaban en el sagrado sepulcro.

Entraron en el cielo los santos y ángeles y en el último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su diestra la Reina vestida de oro, como dice David. Todos se volvieron a mirarla y bendecirla con nuevos júbilos y cánticos de alabanza. Allí se oyeron aquellos elogios misteriosos que dejó escritos Salomón: "Salid, hijas de Sión, a ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que se levanta como la aurora, más hermosa que la luna, electa como el sol y terrible como muchos escuadrones ordenados? ¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su Amado y derramando delicias con abundancia? ¿Quién es ésta en quien la misma divinidad halló tanto agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas al trono de su inaccesible luz y majestad?

Con estas glorias llegó María santísima en cuerpo y alma al trono real de la beatísima Trinidad, y las tres divinas Personas la recibieron en él con un abrazo indisoluble. El eterno Padre le dijo: Asciende más alta que todas las criaturas, electa mía, hija mía y paloma mía. El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien recibí el ser hombre y el retorno de mis obras con tu perfecta imitación, recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido. El Espíritu Santo dijo: Esposa amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu fidelísimo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos. Allí quedó absorta María santísima entre las divinas Personas y como anegada en aquella inmensidad interminable y en el abismo de la divinidad.

En tanto, San Pedro y San Juan notaron al tercer día que la música celestial había cesado, y como ilustrados con el Espíritu divino coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y elevada a los cielos en cuerpo y alma. San Pedro, como cabeza de la Iglesia, determinó que esta verdad y maravilla fuese notoria a los que fueron testigos de su muerte y entierro. Para esto juntó a todos los Apóstoles y discípulos y otros fieles en el sepulcro el mismo día. Levantaron luego la piedra que cerraba el sepulcro, y lo hallaron vacío y sin el sagrado cuerpo de la Reina del cielo, y la túnica tendida como cuando la cubría, de manera que supieron que Ella había penetrado la túnica y lápida sin moverlas ni descomponerlas. Entre gozo y dolor celebraron con dulces lágrimas esta misteriosa maravilla y cantaron salmos e himnos en alabanza y gloria del Señor y de su beatísima Madre.

Con la admiración y cariño estaban todos suspensos y mirando al sepulcro sin poder apartase de él, hasta que descendió un Ángel que les dijo: varones galileos, ¿por qué os admiráis y detenéis aquí? Vuestra y nuestra Reina ya vive en alma y cuerpo en el Cielo y reina en él para siempre con Cristo. Ella me envía para que os confirme en esta verdad y os diga de su parte que os encomienda de nuevo la Iglesia, la conversión de las almas y la dilatación del Evangelio, a cuyo servicio quiere que volváis luego, que desde su gloria cuidará de vosotros. Con esto se confortaron los Apóstoles, y en las peregrinaciones reconocieron su amparo, y mucho más en la hora de sus martirios; porque en ellos se les apareció a todos y a cada uno y Ella presentó sus almas al Señor.