sábado, 17 de agosto de 2013

CARTA A UN AMIGO HIPERCRITICO




Revista Iesus Christus nº 11 – Mayo/Junio de 1990


Aquel que no tropiece con su legua será un varón perfecto. (Sant. I, 2)

Vestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección. (Col. III, 14)


Desde la última vez en que conversamos me he estado preguntando permanentemente qué actitud adoptar frente a los comentarios que me hiciste. Conozco tu temperamento y además tengo en ese aspecto un sentir común con vos. Mi modo de ser es también crítico y sospecho que desprenderse de las malas consecuencias que esto entraña es tarea de toda una vida.

Sé que la actitud crítica es sana, manifiesta un espíritu de inconformismo frente a los males y a los errores. Pero aprendí también que existe un “demonio de la crítica” cuya misión consiste en atormentar las mentes de quienes vigilan la marcha de los asuntos humanos para llevarlos a la desesperación de dos modos, según me parece: desesperando de todo y de todos y luego desesperando de sí mismos.

La conciencia de haber tenido el privilegio de la revelación, acceso a los misterios de la Fe, fidelidad frente a la apostasía general, perseverancia en resistir la presión social que nos apremia a seguir la corriente, coraje para perseverar cuando otros defeccionan y testimoniar frente a los que se niegan a toda libertad de espíritu; la conciencia de estos méritos –que no son propios sino misteriosamente donados por Dios- no debe hacernos olvidar que somos falibles.

Es fácil reconocerlo. Solamente un necio lo negaría. Lo difícil es creerlo con una convicción profunda, y obrar en consecuencia frente a los dichos y los hechos propios y ajenos, sobre todo en esas materias en las que nos consideramos paladines.

Para poder medir de un modo más o menos realista el alcance de nuestra propia falibilidad y el terrible daño que causamos al prójimo por acción u omisión en la medida en que nos creemos infalibles –insisto, hábito más que una convicción racional- deberíamos dirigir las propias energías críticas contra nosotros mismos, sanamente. No se trata de castigarse (algo que hacemos con frecuencia) por no haber alcanzado el éxito. El tan aspirado “éxito” es uno de los conceptos vacuos del hombre moderno. Se trata de criticar nuestras falencias con la caridad que nos debemos a nosotros mismos, no menos que al prójimo, e insistir pacientemente en un rumbo de perfección cuyo término debe ser la voluntad de Dios.

Aquí queda al descubierto nuestra más cruda y penosa falibilidad: muchas veces ni siquiera somos capaces de saber a ciencia cierta cuál es la voluntad concreta de Dios respecto a nuestro propio destino personal. Penosa y triste falencia que sin embargo sabemos disimular con arrestos pontificales sobre los destinos de la Patria, del mundo y de la Iglesia, de los cuales, por supuesto, no tenemos la menor duda.

Yo te diría, parafraseando a un conocido escritor: los hipercríticos son quienes viven juzgando a los demás por las cosas que hacen y reclaman ser juzgados por las que ellos planean hacer algún día.

Creo que un buen antídoto contra la hipercrítica es la acción. Cuando la obstinación de los hechos nos hace sentir nuestra propia impotencia, empezamos a reconocer los méritos de los actos ajenos. Pero tiene sus riesgos: cuando no encaminamos debidamente la frustración, nos volvemos envidiosos y resentidos. O terminamos en la apatía o en un escepticismo más o menos larvado, con barnices intelectuales rigurosamente diletantes.

¿Nunca se te ocurrió pensar que esa incapacidad para la acción fecunda (la que deja detrás de nuestro paso obras en pie y no ruinas) es una consecuencia del temor de confrontar nuestras ilusiones (en las cuales somos héroes, genios o santos) con la realidad (en la que seguramente somos infinitamente más cobardes que los héroes, más torpes que los genios y más pecadores que los santos)?

¿Cómo alcanzar nuestra propia medida, conformarnos a nuestro propio destino? Te sugiero algunas ideas que recojo de por allí.

No buscar el éxito, sino hacer la voluntad de Dios, la que se expresa aquí y ahora en el cumplimiento puntilloso de los deberes de estado, de los mayores a los más insignificantes. Ser fieles en lo pequeño.

Ser tardos en hablar, sobre todo del prójimo y de sus obras y prestos en oír. Sí, oírlo cordialmente, con los oídos del corazón. Ponerse en su posición, tratar de entender –lo que no significa tolerar ni aprobar necesariamente- su punto de vista, y hacerle algún bien con nuestras palabras. Y si esto no es posible, hacerle un bien con nuestro silencio, aunque más no sea el de no empecinarlo en su error. Cuántas veces sabemos que la palabra dicha por nosotros en ciertos ambientes no hará ningún bien y sin embargo la decimos, porque no podemos resistir la ocasión de azuzar al otro, aunque lo estemos empujando al precipicio de la ira o de la obcecación. Si no podemos dar testimonio hablando, démoslo callando.

Si se trata de juzgar, ¿por qué no usar una vara generosa para que la misma medida nos sea luego aplicada a nosotros? ¿Por qué no salvar la intención del prójimo en la medida de lo posible? Si es insalvable, guardar silencio, y si no podemos guardar silencio porque habar es nuestro deber moral o intelectual, hacerlo sin saña, sin escupirle en la cara sus errores o sus deficiencias o los errores y deficiencias de sus obras.

¿Con qué derecho sentirnos alguien por nosotros mismos, si no seríamos nada sin el auxilio de todos los que nos han dado lección en sus obras o en sus ejemplos? Somos forzosamente herederos de muchos, ¿cuál va a ser el legado que dejemos a su vez a nuestros sucesores? ¿El de la coherencia de los locos? ¿No vamos a reconocer nunca que somos humanos, que podemos contradecirnos y errar y que estos errores no son necesariamente descalificadores?

Esta es la forma en que el hipercrítico se va transformando en el sectario. Dados mis principios, tengo absoluta razón en todo lo que digo. Así, sin matices, sin comprensión, sin piedad, sin humanidad.

Es imposible conservar la pureza intelectual si no conservamos la pureza del corazón. Si nuestro ojo se ha vuelto impuro ya no podrá ver nada nítidamente, todo estará distorsionado por esa lente que agiganta los defectos hacia afuera y los hace imperceptibles hacia adentro.

Ya sabemos que no hay otro fuego purificador que el de la Caridad. No somos los detentadores de la verdad, sino apenas aspirantes, en el mejor de los casos, a su conocimiento. No tenemos la verdad, sino que, por gracia de Dios, apenas si estamos en la verdad. No seamos iconoclastas de las opiniones ni de las obras ajenas y seguramente recibiremos la gracia de la fecundidad en las propias.

Alejemos de nosotros todo espíritu de secta. Respiremos el aire fresco de la disidencia cordial, afable, caritativa. Son tan pocos (y tan importantes) los temas en los cuales debemos necesariamente estar de acuerdo que caben en las escuetas fórmulas del Credo. En lo demás nos debemos mutuo auxilio porque toda apreciación, por ilustrada y prudente que sea, siempre resultará precaria.

En el orden del saber y en el de la prudencia de las decisiones; en el orden de los logros y de las realizaciones también se aplica esta sentencia: Quien crea ser más de lo que es –es decir, nada- se perderá. Quien crea sencilla y firmemente que nada puede por sí mismo, pero que lo puede todo en Aquel que nos sostiene, ése obrará milagros”.
M.A.G.